viernes, 19 de julio de 2013

Al encuentro con la Palabra


XV Domingo Ordinario (Lc 10, 25-37)
Anda, y haz tu lo mismo
            Jesús, en éste domingo pronuncia la parábola del buen samaritano, por nosotros bien conocida. Cuando la dice, está en plena controversia con un “maestro de la ley” (vv.25.29).Él es alguien que conoce bien la “Ley”. Jesús hace que él mismo, el “maestro”, responda con “la Ley”. De este modo, ese hombre se puede dar cuenta de que “heredar la vida eterna” (v.25) está a su alcance si no olvida que “la Ley” también pasa por el corazón (Dt 30,14), no sólo por los labios. En todo caso, Jesús ratifica la respuesta del maestro: “haz esto y tendrás la vida (v.37), no te limites a decirlo.
            Jesús habla con un hombre que pretende “ponerlo a prueba” (v.25) y “justificarse” así mismo (v.29). Es alguien que quiere mostrar que es justo (Lc 18,9). O quiere justificar la pregunta que había hecho antes, al estilo de los que buscan excusas. A Jesús no le preocupa la cuestión teórica de quien es el “prójimo” (v. 29). Ésta siempre es una cuestión práctica (v. 36) y, por ello, con la parábola propone un modelo a imitar.
            En un camino solitario yace un ser humano, robado, agredido, despojado de todo, medio muerto, abandonado a su suerte. En este herido sin nombre y sin patria resume Jesús la situación de tantas víctimas inocentes maltratadas injustamente y abandonadas en tantos caminos de la historia.
            En el horizonte aparecen dos viajeros: primero un sacerdote, luego un levita. Los dos pertenecen al mundo respetado de la religión oficial de Jerusalén. Los dos actúan de manera idéntica: “ven al herido, dan un rodeo y pasan de largo” (vv.31.32). Los dos cierran sus ojos y su corazón, aquel hombre no existe para ellos, pasan sin detenerse. Su corazón no estaba convertido al de Dios de la misericordia. Esta es la crítica radical de Jesús a toda religión incapaz de generar en sus miembros un corazón compasivo. ¿Qué sentido tiene una religión tan poco humana?
            Por el camino viene un tercer personaje. No es sacerdote ni levita. Ni siquiera pertenece a la religión del Templo. Sin embargo, al llegar, “ve al herido, se conmueve y se acerca” (vv.33.34). Luego, hace por aquel desconocido todo lo que puede para rescatarlo con vida y restaurar su dignidad (vv.34.35). Tiene un corazón compasivo que sabe expresarse a través de un amor eficaz.
            Lo primero es no cerrar los ojos. Saber “mirar” de manera atenta y responsable al que sufre. Esta mirada nos puede liberar del egoísmo y la indiferencia que nos permiten vivir con la conciencia tranquila y la ilusión de inocencia en medio de tantas víctimas inocentes. Al mismo tiempo, “conmovernos” y dejar que su sufrimiento nos duela también a nosotros.
            Lo decisivo es reaccionar y “acercarnos” al que sufre, no para preguntarnos si tengo o no alguna obligación de ayudarle, sino para descubrir de cerca que es un ser necesitado que nos está llamando. Nuestra actuación concreta nos revelará nuestra calidad humana.
            Todo esto no es teoría. El samaritano del relato no se siente obligado a cumplir un determinado código religioso o moral. Sencillamente, responde a la situación del herido inventando toda clase de gestos prácticos orientados a aliviar su sufrimiento y restaurar su vida y su dignidad.
            Jesús, el auténtico buen samaritano, termina el diálogo con la invitación al maestro de la Ley y a nosotros a vivir como discípulos suyos: “Anda, haz tú lo mismo” (v.37). “Sean compasivos como su Padre es compasivo” (Lc 6,36). Esta es la herencia que Jesús ha dejado a la humanidad. En él se nos describe la actitud que hemos de promover, más allá de nuestras creencias y posiciones ideológicas o religiosas, para construir un mundo más humano.
            Señor Jesús, eres Tú quien nos dice que amarte significa ser responsables del hermano, sea quien sea. Si te amo, nadie es enemigo para mí. Si te amo, nada es más urgente que salir al encuentro de la necesidad del otro. Si te amo, hay siempre, cada día, alguien del que hacerme prójimo, ocupándome de él personalmente. Gracias, Señor, por recordarme que el amor tiene para ti la concreción de la atención al otro, un hombre por el que te entregaste por completo. Vivir así ya es vida eterna.

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