XVII
Domingo Ordinario (Lc 11, 1-13)
“Pidan y se les dará, busquen y encontrarán,
toquen y se les abrirá”
El
evangelista, inicia presentando a Jesús en oración (v.1). Sabemos que no es la
única vez que Lucas nos lo muestra así. Los
discípulos, han entrado en un dinamismo claramente marcado por el Maestro,
que se fijan en todo lo que hace Jesús. La
pedagogía del camino consiste, precisamente, en aprender haciendo experiencia.
Así, han aprendido a ser misioneros (10,1ss), prójimo del malherido (10,25ss),
etc. Ahora, lo ven retirado, orando, y quieren aprender a orar. Jesús, les
enseñará una oración que como grupo los va a identificar como seguidores de Él.
Ellos orarán no sólo al mismo Dios sino pidiendo lo mismo.
La oración que Jesús enseña a sus discípulos,
nos pone ante un Dios personal, creador de vida, al que podemos confiarnos
llamándole “Padre”; pide de Dios lo mejor que podemos esperar de Él: “santificado sea tu nombre” (v.2); que
sea Señor de todos: “venga tu Reino”
(v.2); expresa, lo que todo ser humano necesita para vivir dignamente: el “pan”
(v.3), el “perdón” (v.4) y la fuerza en la prueba para no “caer en la
tentación” (v.4).
La oración cristiana, se convierte en una
posibilidad real y libre, cuando se es consciente de la necesidad de un mundo
mejor para todos. Es la oración del discípulo que mira a su entorno, que
sabe reconocer al prójimo necesitado, que es capaz de comprometerse y pone todo
en manos de Dios
“Así también les digo a ustedes: pidan y se les
dar, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá”. Es fácil que Jesús
haya pronunciado estas palabras cuando se movía por las aldeas de Galilea
pidiendo algo de comer, buscando acogida y llamando a la puerta de los vecinos.
Curiosamente, en ningún momento se nos dice qué hemos de pedir o buscar ni a
qué puerta hemos de llamar. Lo
importante para Jesús es la actitud. Ante
el Padre hemos de vivir como pobres que piden lo que necesitan para vivir, como
perdidos que buscan el camino que no conocen bien, como desvalidos que llaman a
la puerta de Dios.
Las tres llamadas de Jesús nos invitan a
despertar la confianza en el Padre, pero lo hacen con matices diferentes. “Pedir” es la actitud propia del pobre.
A Dios hemos de pedir lo que no nos
podemos dar a nosotros mismos: el aliento de la vida, el perdón, la paz
interior, la salvación. “Buscar” no es
solo pedir. Es, además, dar pasos
para conseguir lo que no está a nuestro alcance. Así hemos de buscar ante
todo el reino de Dios y su justicia: un mundo más humano y digno para todos. “Llamar” es dar golpes a la puerta,
insistir, gritar a Dios cuando lo sentimos lejos.
La
confianza de Jesús en el Padre es absoluta. Quiere que sus seguidores no lo olviden nunca: “el que pide, está
recibiendo; el que busca, está hallando y al que llama, se le abre”.
Esta
página del evangelio termina mostrándonos un retrato, ahora sí, del Padre: nos
da lo mejor, “el Espíritu Santo” (vv.11-13). Es decir, se nos da Él mismo. Se nos ha dado y está siempre con nosotros. La oración es la actitud necesaria para
acogerlo (10,38-42) en esta visita
que no termina.
Padre,
tu Hijo nos dejó en herencia la oración que te dirigió. Muchas veces la
olvidamos o la recitamos por costumbre, mientras que nos sentimos más
satisfechos con las peticiones formuladas por nosotros. Concédenos el mismo Espíritu de las palabras de Jesús para que
lleguemos a ser capaces de pedir algo en tu nombre y de corresponder a los
otros con la misma medida y la misma moneda de la caridad que tú usas con cada
uno de nosotros.
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