miércoles, 23 de febrero de 2011

Al encuentro con la Palabra





III Domingo de Cuaresma (Jn 4, 5-42).
Jesús sediento, agua viva para la humanidad.
En el camino que llevamos recorrido de la cuaresma, hemos visto a Jesús en una de las expresiones bíblicas más radicales de su humanidad, tentado por el mal (primer domingo); lo hemos contemplado transfigurado, revelando su divinidad al manifestar el poder para vencer  la muerte (segundo domingo). En este domingo el evangelio nos presenta a Jesús en diálogo con una mujer marginal; marginal por el hecho de ser mujer (los judíos consideraban ocioso dialogar con una mujer), por el hecho de ser samaritana (los samaritanos para los judíos eran considerados idólatras), y por el hecho de ser adúltera (ya llevaba seis hombres en su vida y ninguno era su marido). Teniendo como escenario el pueblo de Sicar, tierra de samaritanos, el brocal del pozo de agua, heredado por Jacob, y el monte Garizim, lugar de culto; el evangelista construye un apasionante diálogo revelando progresivamente el misterio de Jesús con siete títulos de hondo significado teológico: Judío, Señor, profeta, Mesías Cristo, Rabbí y Salvador del mundo. Conforme va avanzando el diálogo, el misterio de Jesús se va develando; y la mujer, desde Jesús, va develando su propio misterio y se va experimentando fascinada por el Evangelio: primero hay desconfianza en la mujer, “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer de Samaría?”; de la desconfianza pasa al sarcasmo, al manifestar Jesús el don del “agua viva”, “Señor, dame de esa agua , para no volver a tener sed y no tener que venir aquí a sacarla”;  del sarcasmo pasa a la sorpresa, al sentirse conocida por Jesús y cuestionada sobre la falta de un marido, “Señor, veo que eres un profeta”; de la sorpresa pasa al interés por la fe, al preguntar a Jesús acerca de la legitimidad del culto que los samaritanos ofrecían en el monte Garizim, “Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo desvelará todo”; del simple interés pasa a la experiencia de la fe, cuando al dejar el cántaro, su corazón empieza a reconocer a Jesús como “el Cristo”, “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?”; la fe la lleva a convertirse en misionera, acercando a sus paisanos a la fuente de agua viva que en Jesús ella había descubierto, “Ya no creemos por tus palabras, pues nosotros henos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”. 
¡Señor Jesús, danos de esa agua! Hoy te vemos sentado junto a los pozos que alimentan la sed de los hombres y mujeres del mundo moderno; quieres dialogar también con nosotros para revelarte como la fuente de “agua viva” La mujer samaritana abandona su cántaro, al encontrar en ti la mejor fuente; y tú serás en su vida el séptimo hombre en quien reconocerá al marido que siempre estaría buscando. Que al encontrarnos contigo ya no necesitemos recurrir a más pozos por agua que no quita la sed; y unidos plenamente a ti, nos ofrezcamos al Padre en espíritu y en verdad.   

viernes, 18 de febrero de 2011

Al encuentro con la Palabra


II Domingo de Cuaresma (Mt 17,1-9).
Del Jesús desfigurado, al Jesús transfigurado.
El domingo pasado la liturgia de la Iglesia nos presentaba en el texto del evangelio a Jesús tentado, contemplándolo en una de las imágenes bíblicas más expresivas de su naturaleza humana; este domingo somos invitados a contemplarlo transfigurado, expresión de su divinidad, al mostrar el poder que tiene para vencer la muerte.
El relato de la transfiguración es continuidad inmediata de la invitación que Jesús hace a sus discípulos a seguirle, habiéndoles anunciado la firme decisión de ir a Jerusalén, donde habría de padecer hasta la muerte en manos los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; y les anuncia también que al tercer día habría de resucitar (Mt 16,21-28). 
Al acercarse ya a la ciudad de Jerusalén, donde los discípulos lo habría de ver maltrecho y desfigurado, Jesús invita a Pedro, Santiago y Juan a subir al Monte Tabor, para revelarse como el pleno cumplimiento de las dos grandes tradiciones bíblicas del Antiguo Testamento: la ley (Moisés) y los profetas (Elías); por lo cual tiene el poder para vencer la muerte. En el hecho de la transfiguración el rostro de Jesús se vuelve brillante como el sol y sus vestidos blancos como la nieve, precisamente con los signos que se manifestará posteriormente en el hecho de la resurrección: su aspecto era como el  relámpago, y su vestido, blanco como la nieve (Mt 28,2). Pedro, inducido por el temor, le expresa a Jesús la opción de hacer tres tiendas para quedarse en el monte en vez de Ir a Jerusalén, manifestando la tendencia humana de evitar, muchas veces por cobardía, hacer frente a las situaciones que cuestan y que implican dar la vida. La voz del Padre reafirma la filial identidad de Jesús, que Él mismo ya había revelado  en el Jordán(Mt 3,17); en esta ocasión unida a la revelación: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco”, encontramos la llamada imperativa de dejarnos conducir por Él: “escúchenlo”. Cuando Moisés y Elías desaparecen de la escena al único que ven los discípulos es a Jesús, puesto que en Él se inaugura la nueva alianza; las tradiciones proféticas y legales del Antiguo Testamento para los cristianos por sí mismas no tienen valor, solo adquieren sentido cuando son leídas e interpretadas desde Cristo, a quien reconocemos culmen y plenitud de la revelación acerca del misterio de Dios y del proyecto de nuestra salvación. Al final del relato, al bajar del monte, Jesús pide silencio a los discípulos: “No cuenten a nadie la visión, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”; porque es la experiencia de la pascua, muerte y resurrección, la que da madurez y firmeza al testimonio de los cristianos.

Señor Jesús, queremos subir al monte Tabor para contemplarte transfigurado, hoy cuando la muerte nos acecha y te vemos desfigurado en las víctimas del crimen organizado, de la pobreza, de la injusticia, de las catástrofes naturales, etc.

Al Encuentro con la Palabra


I Domingo de Cuaresma (Mt 4,1-11).
Jesús plenamente humano, fiel al proyecto del Padre.  
En este primer domingo de cuaresma la liturgia de la Iglesia nos invita a contemplar a Jesús tentado por el mal y fiel al proyecto del Padre. El relato de las tentaciones, común a los evangelios sinópticos (Mc 1,12-13; Lc 4,1-13), aparece como clara revelación acerca de la naturaleza humana de Jesús, pues la tentación es una experiencia propia de los seres humanos, en la que nuestros deseos se sienten atraídos por el mal, encarnado en personas, bienes materiales, lugares, intereses, etc., seduciendo la voluntad para tomar decisiones contrarias al proyecto de Dios. Contemplar a Jesús tentado en el desierto, para los cristianos significa reconocerlo plenamente humano, como uno de nosotros. Contemplarlo firme, fiel al Padre, es motivo de esperanza, puesto que en Él y como Él nosotros también podemos vencer el mal, en las tantas formas que hoy busca seducirnos.
El evangelio de Marcos, que es el más antiguo en su redacción, solo menciona el hecho de que Jesús fuera tentado, pero no describe bajo que forma, mientras que Lucas y Mateo que son contemporáneos en su redacción, pero más tardíos, describen tres hechos específicos, a través de los cuales el espíritu del mal busca seducir su corazón. En estos hechos están representadas circunstancias en las que los seres humanos constantemente nos vemos involucrados, traicionando los ideales de la fe cristiana y adulterando el proyecto del Reino que Dios quiere para nosotros. La primera tentación habla del consumismo feroz del que constantemente somos presa, que nos lleva a buscar de manera obsesiva los bienes materiales, haciéndonos olvidar que el núcleo de la persona es el espíritu, el cual se alimenta de la Palabra que sale de la boca de Dios. La segunda tentación se describe estrechamente unida con lo sagrado, pues Jesús es transportado por el diablo a la ciudad santa y es colocado en el umbral del templo, para que dejándose caer los ángeles lo salven. Así, los seres humanos muchas veces nos acercamos al templo como signo de una religiosidad mágica, pensando que con nuestras devociones o expresiones de fe podemos manipular a Dios, de tal forma que quedaría obligado a resolver lo que a nosotros nos corresponde evitar o asumir con firme decisión. La tercera tentación presenta a Jesús frente al esplendor de la ciudad, signo de los poderes de este mundo, los cuales para adquirirse muchas veces  implica traicionar nuestros más hondos ideales y valores, cayendo en servilismos indignantes, rindiendo reverencias adulantes y ofreciendo cultos idolátricos a personajes e instituciones que representan el poder político, económico, religioso, etc.

Jesús, Dios, gracias por revelarte tan humano, experimentando en tu propio corazón la sagaz seducción del reino del mal. Condúcenos con tu Santo Espíritu para vivir estos cuarenta días en actitud austera y silenciosa, propia de la espiritualidad del desierto, para que reconociendo y sumiendo nuestras inconsistencias, que nos exponen a las tentaciones del mal, seamos fieles como tú al proyecto del Padre.