domingo, 24 de junio de 2012

Al encuentro con la Palabra


XII Domingo  Ordinario.- Natividad de San Juan Bautista (Lc. I, 57-60. 80)
“Y a ti niño, te llamará profeta del Altísimo”

La figura de Juan el Bautista es una figura clave en la Historia de la Salvación, es el profeta que cierra una etapa (la Antigua Alianza) y abre una nueva (la Nueva Alianza). Su misión fue dar testimonio de la luz en el umbral de los tiempos nuevos. Él es el “precursor” que viene a preparar el camino al Señor; él mismo se define como “la voz que grita en el desierto: preparen el camino del Señor” A Juan le tocará también presentar a Cristo como “El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, el Mesías esperado y anunciado durante siglos. Cristo mismo destacará el papel incomparable del Bautista, cuando dijo: “Entre los nacidos de mujer, no hay ninguno que se pueda comparar con Juan el Bautista”.

De los demás santos, aparte de Jesús y de su Madre, celebramos sólo el día de su muerte; sin embargo de Juan, celebramos también el día de su nacimiento dada la importancia que tiene como enlace entre las dos Alianzas recalcada por el mismo Cristo y porque Dios lo llamó ya desde el seno materno para ser profeta.

Hay un paralelismo muy marcado en la narración que hace Lucas de la infancia de Cristo y de Juan. El evangelio de hoy relata el nacimiento, la circuncisión, la imposición del nombre y la presentación de Juan a la familia, a los vecinos y a todo Israel. Pero omite la profecía de Zacarías, el Benedictus.

El texto está lleno de datos que hablan de la singularidad de este nacimiento y la intervención especia de Dios: lo que el ángel había anunciado a Zacarías, se cumple ahora, la alegría de muchos ante el nacimiento del niño se le impone el nombre de Juan , contra toda la tradición familiar, Zacarías vuelve a hablar, el niño se llena del Espíritu Santo. Esto hace que toda la gente se pregunte “¿Qué va a ser de este niño?

En el nombre de Juan que significa “Dios ha mostrado su misericordia”, se expresa la presencia de la misericordia divina, tanto a favor de Isabel como de todo el pueblo de Israel por la misión que este niño desempeñará como precursor del Mesías.

Contemplando la narración del nacimiento de Juan, se nos manifiesta la misteriosa acción de Dios en la vida de los hombres. Vemos a un Dios que irrumpe en nuestras vidas yendo más allá de nuestras expectativas, de nuestras dudas y temores, incluso de nuestras limitaciones. Un Dios  que va mucho mas allá de nosotros mismos para llevar a cabo su proyecto de salvación.

Para Isabel y Zacarías el llegar a tener un hijo por la edad avanzada en que estaban, quedaba fuera de toda posibilidad humana. Por eso cuando ella queda encinta, provocará dudas y estupor en ellos, y posiblemente, sonrisas burlonas en sus vecinos. Los acontecimientos que vivirán en el nacimiento de su hijo: el nombre que le ponen, a pesar de la tradición familiar de poner al primogénito el nombre del padre, la recuperación del habla de Zacarías, van rompiendo cualquier duda y abriéndolas al descubrimiento de una realidad que las sobrepasa: verdaderamente Dios ha hecho misericordia con ellos, y dad la vocación del hijo que progresivamente irán conociendo, con todo el pueblo de Israel. A Israel y Zacarías sólo les queda acoger agradecidos esa misericordia y colaborar con ella.

Junto a la esterilidad fisiológica hay otras “esterilidades existenciales” en la vida de los hombres. Y estas se dan cuando el hombre ha caído en la desesperanza, en le vacío de la vida, en el ya no creer que pueda haber algo mejor, y por lo mismo, resignarse a vivir así. Esta “esterilidad” es peor que la fisiológica.

El evangelio de hoy es un llamado a creer que Dios sigue irrumpiendo en nuestra vidas y es capaz de romper nuestras desesperanzas, nuestras dudas, nuestras limitaciones y abrirnos a la experiencia  de una vida nueva, a la alegría de una nueva realidad mas allá de nuestras pobres expectativas. Y esto es abrirnos a la misericordia de Dios en nuestras vidas.

domingo, 17 de junio de 2012

Al encuentro con la Palabra


XI Domingo Ordinario (Mc. 4, 26-34)
“Jesús es la fuerza vital y misteriosa que transforma al individuo y  a la sociedad”.

La enseñanza de Jesús en parábolas se ha iniciado en Mc 4, 1; parábolas que siempre tienen como centro el Reino de Dios que se va describiendo a través de imágenes muy sencillas, pero que requieren en el oyente una actitud de escucha y acogida para poder descifrarlas en profundidad.
La primera parábola del Evangelio de hoy habla de un “hombre que siembra la semilla en la tierra” “ que pasan las noches y los días, y sin que él sepa como, la semilla germina y crece; y la tierra por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas”. El labrador, una vez confiada la semilla a la tierra, se va: ha terminado su trabajo. El sembrador participa al comienzo con la semilla y al final con la cosecha. Todo lo que se sitúa en estos momentos acontece sin su concurso. Él no sabe como, pero sabe que Dios trabaja a través de sus elementos. El secreto, por tanto, está en la fuerza interna que tiene la semilla y en la disponibilidad de la tierra que hacen que se vuelva a encender de una manera milagrosa la vida. El sembrador reconoce con su inactividad que hay un ámbito en el que no puede actuar. Debe limitarse únicamente a esperar confiado.
La segunda parábola omite la figura del labrador, presente de una manera alusiva en la semilla echada en la tierra, y se concentra en el tipo de semilla, el grano de mostaza tan minúsculo que casi se pierde cuando lo ponemos en la palma de la mano. Pero una vez que ha crecido se convierte en una planta que alcanza a veces cuatro metros de altura  y pasa a ser cómodo refugio para los pájaros. Ésta parábola del grano de mostaza acentúa el contraste entre la pequeñez de los inicios del Reino de Dios y la grandeza que vendrá. Expresa lo que ya están viviendo los discípulos: la actividad de Jesús ha empezado de modo muy sencillo, pero en ella se encuentra el vigor del Reino, presente en sus hechos y en sus palabras. Y eso llena a los discípulos de la esperanza de que llegará un momento en que Dios establecerá plenamente su Reino.
El Reino de los cielos fue anunciado por la predicación del Evangelio: es la semilla plantada. Tomando en cuenta las expectativas mesiánicas de la mayoría del pueblo de Israel, un Mesías poderoso social y políticamente, los discípulos al verlo empezar de un modo tan pobre podían preguntarse con inquietud cuál habría de ser su destino. Puesto que los efectos de esa predicación podían parecer lentos y no responder a sus expectativas de unos frutos inmediatos o espectaculares, Jesús los tranquiliza exhortándoles a considerar la naturaleza y sus leyes, de ahí entender la realidad del Reino de Dios y sus leyes que van por otro camino muy diferente al que ellos piensan y esperan.
Hay sobro todo una enseñanza muy clara: el Reino de Dios tiene su propia fuerza de transformación que viene de Dios y no del esfuerzo humano, y ademán hay que buscarlo en la pequeñez de lo cotidiano, pero que tiene un crecimiento tal que puede albergar a todos los hombres que se acogen a él.
Las dos parábolas no son un llamado a la inactividad humana, sin a recalcar la acción divina en la acción salvífica manifestada en le Reino.
En nuestra cultura moderna, la programación rápida, el culto a la eficiencia y la intolerancia frente a toda lentitud, se vuelve obligatorio el método fuerte y eficaz, invoca el autoritarismo para la consecución rápida del fin. La paciencia no entra en la cultura del “eficientismo” actual; sin embargo, nosotros debemos comprender que las cosas del Reino, la impaciencia no es de Dios, no es de Cristo y no debe ser del cristiano, porque el Reino de Dios se va abriendo camino por situaciones impensables para los criterios humanos.
La promesa de Dios es como la semilla plantada en el surco de la historia: es Cristo muerto y resucitado, que actúa ya desde ahora en este mundo. Él es la semilla que brota por sí sola y que garantiza una rica cosecha, es el árbol frondoso que alberga a los pájaros; Él es la fuerza vital y misteriosa que transforma al individuo y a la sociedad.
A nosotros nos toca acoger y colaborar con este don. Es un tiempo que exige fe y esperanza.

domingo, 10 de junio de 2012

Al encuentro con la Palabra


X Domingo Ordinario (Mc 3, 20-35)
“Porque el que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

Hay un tema que recorre como trasfondo y como línea conductora todo el evangelio de hoy, la incomprensión que provoca la persona, la palabra y las acciones de Jesús. Incomprensión que se manifiesta, incluso, al interior de su familia, cosa que nos sorprende sobremanera.
Jesús ha entrado en una actividad frenética en su ministerio. Él sigue su infatigable obre no únicamente en la sinagoga, sino en el escenario de una casa. La gente se agolpa alrededor de Él y ni siquiera lo dejan comer. Sus parientes están preocupados por este trabajo excesivo y se sienten en la obligación de tomar medidas. Van a buscarlo para llevárselo. Marcos recoge una nota que no hacen los otros evangelistas, “sus parientes” lo consideran alguien que ha perdido la cabeza (v21). Su entrega a la misión emprendida supera los límites de una normalidad aceptable. Si a esto añadimos las ásperas críticas que dirige a la clase dominante, los numerosos choques verbales con las autoridades religiosas y otras cosas más preocupantes, tendremos el cuadro que justifica la preocupación de sus parientes. Además todo esto hace correr el riesgo de poner en peligro el buen nombre de la familia y a proyectar sobre ella la sombra del descrédito. Hay que poner solución a esto.
Si piensan los parientes de Jesús es un trastornado, para los maestros de la ley, que proceden de Jerusalén, es un endemoniado (v22). La valoración de la persona de Jesús se vuelve ahora gravemente negativa, es el extremo de la incomprensión. La blasfemia contra el Espíritu Santo es el rechazo obstinado a reconocer los signos y la acción de Dios en los signos de su Santo Espíritu, es cerrar los ojos a la positividad de la predicación profética y de la actividad de Jesús, interpretándolas como acción demoníaca. Es el pecado contra la luz, es la cerrazón total a la acción de Dios. Y siguiendo con la incomprensión de la persona de Jesús en sus mismos discípulos en otros textos del Evangelio, sin llegar a estos extremos de los fariseos, los apóstoles no acaban de entender a su maestro y poner cantidad de defensas.
Uno termina por preguntarse ¿por qué esa incomprensión? Yo creo que no nos tiene que extrañar porque la persona, las palabras y las acciones de Jesús  rompen muchos esquemas, en el terreno social, religioso, incluso familiar, y no queremos que nos rompan nuestros esquemas, que muchas veces son nuestras seguridades, y por eso nos defendemos, terminamos por rechazar a Jesús, o acomodarlo a nuestros esquemas, hacerlo a “nuestra manera”. Podemos atrincherarnos como los maestros de la ley, detrás de nuestras convicciones, haciéndonos impermeables a cualquier llamada, o peor todavía, interpretando de una manera totalmente opuesta sus palabras y sus acciones. La persona  y las palabras de Jesús son fuertemente desestabilizadora y “nos mueven el tapete”. Solamente quien se deja cuestionar, quien deja que el Señor rompa sus esquemas y sus convicciones, puede entrar en el dinamismo del discipulado, en el grupo de la nueva familia que Él está formando. El Evangelio de hoy, termina con una buena noticia (vv31-36). Ante la insistencia  de sus familiares que están afuera  y quieren verlo, la gente que lo rodea le dice “Allá afuera están tu madre y tus hermanos, que te buscan” Él les respondió: “¿Quién es mi madre y mis hermanos?”. Luego mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Esta es la nueva familia que Jesús está inaugurando; una familia, la de sus seguidores, en la que los vínculos que se crean son más fuertes y más importantes que los mismos vínculos de sangre.
Quien escucha la voz de Dios, se hace disponible a la acogida de un pensamiento diferente al maestro y nos estimula para reconocer caminos de diferentes a los que transitamos habitualmente. De la escucha se pasa a la acción: cumplir la voluntad del Padre, y esto es entrar en la acción creadora de Dios de la nueva familia de Jesús.

domingo, 3 de junio de 2012

Al encuentro con la Palabra


LA SANTÍSIMA TRINIDAD (Mt 28, 16-20)
“… y bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…”

En el ciclo litúrgico, el primer domingo después de Pentecostés está dedicado a la Santísima Trinidad. Hace ocho días celebramos la fiesta de Pentecostés que culminaba el tiempo de Pascua, centro de nuestra fe cristiana. En este domingo la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, en la cual contemplamos el mismo Misterio de Dios que se ha revelado como Uno en la diversidad de tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es como una especie de síntesis de toda nuestra fe cristiana.
El final del Evangelio de Mateo que hoy leemos, es el cierre no solo de las apariciones post-pascuales, sino de todo su evangelio. El Jesús que se aparece a los discípulos en el monto es el “Señor” de la Iglesia, objeto de adoración y plegaria por parte de los suyos, aunque no siempre con una fe plena (v.17). Ahora bien, Jesús es asimismo, el juez del final de los tiempos: está sentado ya desde ahora a la diestra del Padre para evangelizar a todas las gentes (cf. 24,14). En esta misión implica a sus discípulos y en ellos a toda su Iglesia, que deberá proseguir su obra. Esta obra consiste en dar a conocer la Buena Nueva de la salvación, “hacer discípulos” a todos los pueblos, bautizándolos y enseñándoles todas las cosas mandadas por Jesús, o sea, evangelizándolos (vv. 18-20). Aquí está en síntesis la misión de la Iglesia.
Hemos hablado en los últimos domingos de la misión de la Iglesia, por eso quisiera más bien fijarme en la fórmula trinitaria que aparece con el bautismo para resaltar el misterio que celebramos en la fiesta de hoy .
La fórmula trinitaria del bautismo representa una sorpresa en Mateo, pero le confiere al final de este texto un aspecto solemne y una síntesis teológica  de todo su Evangelio.
La revelación del misterio trinitario se va realizando gradualmente a través de todo el ministerio de Jesús. La gran buena nueva de Jesús es que Dios es Padre y un Padre que nos ama infinitamente y de una manera gratuita e incondicional. Y que este Padre, por amor, ha enviado a su Hijo Unigénito, que tomando nuestra condición humana nos da a conocer el rostro y el proyecto de vida, y la realización del mismo que culmina en el misterio de la Pascua. Él mismo además, se declara igual al Padre y en definitiva ésta será la causa de su condenación. Su divinidad fue siempre motivo de controversia y de rechazo; en las últimas horas de su vida terrena, Jesús nos revelará la realidad del Espíritu Santo, que es el amor que lo une con el Padre, y el papel que desempeñará en la vida de la Iglesia (cf. Jn 14, 15-17; 25-26; 15, 26-27; 16, 4-11; 12-15). Así el Espíritu Santo se convierte en el don por excelencia del Resucitado, muy ligado a la misión e impulsor de la nueva creación que se inicia con la resurrección de Cristo. El Dios que Jesús nos revela es único por su naturaleza, pero trino por las personas. Al proclamar este misterio, el creyente adora la unidad de Dios y la Trinidad de las Personas. En esto consiste la salvación: en creer en este adorable misterio y ser bautizado en el nombre del Dios uno y trino. Profesar esta fe en la Trinidad significa aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu Santo que recrea un hombre nuevo y una nueva sociedad.
Hemos sido bautizados en el nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a través del cual, participamos de la misma vida divina; el bautismo nos ha insertado en el misterio de comunión de Dios. Pero esto no puede reducirse a un mero rito externo en un momento de nuestra vida, sino que esto debe marcar el principio de un camino que tendrá que convertirse en una experiencia de vida, en un camino de maduración en la fe, en el que vamos siendo sumergidos en el amor infinito del Padre, en los sentimientos del corazón de Jesús que nos conduce a ser hijos en el Hijo; y en el amor del Espíritu que tiene el poder de transformarnos desde lo más profundo del corazón en hombres y mujeres nuevas.
El misterio de la trinidad no puede reducirse, como se nos insistía antiguamente en la catequesis, a un misterio que “intelectualmente no podemos comprender”, sino descubrirlo como fuente de vida inagotable de la que siempre podemos estar alimentando nuestra vida.