sábado, 24 de septiembre de 2011

Al encuentro con la Palabra


XXVI Domingo Ordinario (Mt 21, 28-32).
Hijo, ve hoy a trabajar en la viña

Del domingo pasado a este, hay algunos elementos que es necesario tener en cuenta para no perder la continuidad de la narración mateana. Es suficiente hacer mención de lo que ha sucedido después de que Jesús ha compartido la parábola de la viña y los jornaleros (Mt 20, 1-16). Los discípulos, una vez que Jesús les ha anunciado por tercera vez su pasión (20, 17-19), discuten sobre quiénes son los primeros en el Reino; para Jesús, el mayor será el servidor de todos (20, 20-28). Antes de entrar a la ciudad Santa (21, 1-11), Jesús, luz del mundo (Jn 8, 12; Mt 5, 4), compadecido, devuelve la vista a dos ciegos. Ya en el templo de Jerusalén, realiza su primera acción profética (21, 12-17). A la mañana siguiente, al retornar al templo, Jesús maldice una higuera por no encontrarle frutos; ésta, como la viña, es símbolo del pueblo (21, 18-22). Ahí será el inicio de una discusión entre Jesús y los jefes religiosos (sumos sacerdotes y ancianos) destinatarios inmediatos de las palabras de nuestro texto.
En la parábola que hoy nos ocupa, “el primer hijo” (vv. 28-29) es una referencia a los pecadores, lo excluidos, capaces de decir sí con los hechos a la llamada de Dios, aunque sea tarde (20, 1-16). Y “segundo hijo”, es una referencia a los interlocutores de Jesús, los dirigentes del pueblo (21, 23), aparentes cumplidores de la voluntad de Dios, pero cerrados a la novedad de Dios que llega en Jesucristo.
En el tiempo de Jesús, se había creado una mentalidad centrada en la apariencia. Sin embargo, lo que aquí importa, es el interior de la persona, no el exterior; el que honra verdaderamente a Dios no es el que observa unos ritos exteriores, sino el que hace su voluntad. Nosotros sabemos también que el amor no es consumado por la ortodoxia, sino por el compromiso.
¡Cuánta actualidad tiene este pasaje! Es Jesús quien hoy nos recuerda que la fe que creemos y expresamos con nuestros labios, es la que ilumina, anima y dinamiza nuestra experiencia cristiana. Es la fe que rompe las tensiones por “aparentar” y pone la atención en el libre esfuerzo por “vivir” la fe conducidos por el Espíritu. Confrontados por esta Palabra, reconocemos que la gracia de Dios en nuestro vivir sigue actuando, pues nos esforzamos con alegría, en acoger su invitación: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”.
Gracias, Señor, porque sigues invitándonos a trabajar en tu viña. Queremos decir sí a tu invitación, y disponernos para asumir lo que nos pidas. Somos conscientes de las limitaciones que tenemos para seguirte, pero confiados, te pedimos nos concedas calor para nuestra frialdad, consistencia para nuestro barro, agua para nuestra sed, alegría para nuestras penas, ternura para nuestras debilidades, amor para nuestro egoísmo, auxilio para nuestras necesidades. Concédenos, Señor, coherencia, prontitud y disposición. Ayúdanos a no contentarnos con creer que somos cristianos, sino haz que lleguemos a serlo de verdad.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Al encuentro con la Palabra


XXV Domingo Ordinario (Mt 20, 1-16)
Vengan a trabajar a mi viña
Mateo en el texto de este domingo, tiene como intención, completar la enseñanza del capítulo 19: la verdad del amor, jamás será una experiencia adulterada (19, 1-12), sino plena y plenificante que, desde la simpleza pueril (19, 13-15) se puede compartir y concebir como un don de Dios que capacita a toda persona para seguir sin apegos a Jesús (19, 16-30).
Al encontrarnos con nuestro texto, salta a la vista que está claramente enmarcado por una inclusión (un inicio y un final con una misma idea expresada para resaltar su importancia): “De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos” (Mt 19, 30.20, 16).
En la parábola, Jesús utiliza la imagen de “la viña”, misma que es frecuentemente utilizada por los profetas en la tradición veterotestamentaria (Antiguo Testamento) para hablar de Israel como pueblo de Dios (ver: Is 5, 1-7; Jr 2, 21; Ez 17, 6-10; 19, 10-14). De este modo, Jesús se sitúa en la misma línea de los profetas, anunciando que el plan de Dios, que llama a todo el mundo, se ha de cumplir.
Sabemos que los auditores de Jesús son judíos, y la parábola que al parecer, ellos están entendiendo, se refiere a sí mismos, que considerados “los primeros destinatarios” de la salvación, reclaman ello como un mérito. Por eso comprendemos su esfuerzo por ser “los primeros en el cumplimiento” de todos sus deberes. Más aún, la perfección en sus deberes, les concedía cierta permisividad para opinar sobre los demás y decir cómo debería ser Dios; tal cual han hecho “los primeros” de esta parábola (vv. 10ss). Con “los últimos”, en este texto, se hará referencia a todos los no judíos, los que no son destinatarios de la salvación ni cumplen los mandamientos de la ley de Dios; pero son ellos los que sin más, acogen la Palabra anunciada por Jesús y la viven. Ahora entendemos porque “De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos”.
Sin embargo, la parábola le da una voltereta a esta manera de pensar, que también, puede ser la nuestra. Jesús se opone rotundamente a un tipo de Dios que paga según sus méritos. Él es plenamente consciente que los dones del Padre no dependen del trabajo ni de los méritos de nadie. Su generosidad, evidentemente, va mucho más allá de las categorías humanas de retribución. Su amor, es enteramente gratuito. ¡Así es Dios de bueno con nosotr@s!
Señor, inspirad@s en este texto, ayúdanos a comprender que, así como la llamada al trabajo en la viña es gracia, también el premio es don. Líbranos del sentimiento de envidia, ante la generosidad desbordante del Padre en otros; y ayúdanos a reconocer que llamas a todo el mundo a participar de tu Reino, a participar de tu amor. Queremos ser de los últimos: para acoger y vivir con prontitud tu Palabra; para ser testigos de tu amor generoso; para seguirte sin condiciones ni condicionamientos; para responder a tu invitación de cada día: “Vayan también ustedes a mi viña” (v. 7).

domingo, 11 de septiembre de 2011

Fiestas Patrias

En esta semana celebraremos nuestras fiestas patrias. Pongamos en manos de Dios a nuestra Nación, que ha sido lacerada por la violencia y la inseguridad, la corrupción y la injusticia, la muerte y el secuestro, la extorción, el desempleo y la delincuencia. Inspirados en el Evangelio de hoy, pidámosle a Dios que nos conceda, como ciudadanos y bautizados: Tener la certeza de que, la espiral de la violencia sólo la frena el milagro del perdón; ser conscientes de que somos como bestias cuando matamos, como humanos cuando permanecemos obstinados en el odio y reflejo de Dios cuando perdonamos.

Al encuentro con la Palabra


XXIV Domingo Ordinario (Mt 18, 21-35)
El perdón del corzón, experiencia liberadora

El domingo pasado, el evangelio insistía en la responsabilidad que tenemos de corregir con respeto, cariño y amor al hermano por todos los medios, ayudándole a discernir lo que Dios quiere para él. Ahora estamos ante un elemento absolutamente necesario para la vida comunitaria: el perdón.
Indiscutiblemente, sabemos que Pedro, siguiendo a Jesús, se ha dado cuenta de que es muy importante perdonar. En su pregunta, usa el “siete” (v. 21), cifra que no tiene valor matemático, sino simbólico: relacionada con la plenitud y la perfección. Pedro, intuye que hay que perdonar sin límites. Este discernimiento se ve confirmado por Jesús, con la expresión: “setenta veces siete” (v. 22); por tanto, no se trata de hacer cálculos para medir la proporción del perdón según la medida de la ofensa, sino de una invitación a vivir el perdón absoluto, sin límites, a perdonar siempre y del todo.
En la parábola, la deuda del primero, “diez mil talentos” (el valor de un talento es de 21.7 kg. de plata), es enorme (v. 24). Una deuda imposible de pagar; el problema tiene sólo una salida: la generosidad del “señor” (v. 27). Cien denarios (con equivalencia total a menos de 500 grs. de plata; 1 denario es el sueldo de un día de trabajo y 6000 denarios, son igual a 1 talento), es la deuda del segundo (v. 28), y que, a base de sacrificio, sí es posible pagar.
Quienes escuchamos y seguimos a Jesús, la situación en la que “las ofensas” nos ponen ante Dios, es parecida a la del primer deudor: sólo tenemos salida por su perdón generoso, ilimitado. Igualmente, las ofensas entre nosotros –como el segundo deudor– no tienen más salidas que la del perdón. Todos sabemos que el dinero se puede cuantificar, pero las ofensas no; así pues, el perdón no tiene medida. Como discípulos de Jesús, sabemos que el perdón entre nosotros es responsabilidad nuestra. Él, eso sí, dándonos ya su perdón ilimitado nos da la posibilidad de hacer lo mismo (v. 27): perdonar de verdad, es decir, “perdonar de corazón” (v. 35).
Señor Jesús, tú que eres la Palabra encarnada del Padre, la expresión de su inmenso amor para con nosotros, que, para ser comprendido, te haces ternura en el perdón. Danos un corazón grande para amar y compasivo para perdonar. Que podamos ser verdaderamente conscientes de que el perdón tiene dos caras: darlo y recibirlo. Para compartirlo, hay que recibirlo; y nosotros ya lo hemos recibido, por tanto, podemos compartirlo. Si decimos que nadie puede dar lo que no tiene, ¿por qué nos es difícil dar el perdón que ya de ti hemos recibido? Señor, en la experiencia de amar y ser amado, de perdonar y ser perdonado, pídeme lo que quieras, y dame sólo lo que necesito.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Al encuentro con la Palabra


XXIII Domingo Ordinario (Mt 18, 15-20)
Este domingo, hemos hecho un salto en el evangelio de Mateo y ya estamos en el capítulo 18, al que se le ha llamado discurso eclesial. Mt 18, es una amplia catequesis sobre cómo construir a la comunidad con una clara opción: los pequeños. Sabemos que los mayores en el reino, son ellos, no únicamente los buenos; también pueden ser los débiles y sencillos (v. 6. 10), los extraviados (vv. 12-14), los que fallan (vv.15ss).
De modo que, en nuestro texto, ahora no nos es extraño atender a su propósito. Si bien, a primera vista, tenemos la impresión de que el discípulo, los discípulos o la comunidad, tiene la responsabilidad de buscar corregir con respeto, cariño y amor al hermano por todos los medios, es con el fin de que “no se pierda uno solo de estos pequeños” (v.14), y de ayudarle a discernir lo que Dios quiere para él.
En nuestros días, no nos es difícil distinguir la dificultad que implica el vivir y convivir con otros. Vivimos en un ambiente tan acelerado que nuestra preocupación siempre somos “nosotros” y "nuestras cosas”. Incluso llegamos a creer que los demás estorban “mis proyectos”. ¿No será más bien, que sea yo quien obstruya el proyecto de Dios con mi ensimismamiento? Inspirados en este texto, podemos reconocer que la potestad de “atar y desatar” que Jesús confió antes a Pedro (16, 19), ahora la da a la comunidad !y yo soy parte de ella! Y desde este don, soy llamad@ a construir comunidad corrigiéndome y corrigiendo en mi comunidad todo lo que pueda incapacitarnos para seguir a Jesús.
Señor Jesús, sabemos que tú nos has llamado para ser tus discípul@s, insertad@s en una comunidad muy concreta. Concédenos vivir la respuesta a tu invitación dejándonos corregir por Ti y por la comunidad que como don nos has dado. Que seamos capaces de colaborar contigo corrigiendo a nuestros herman@s. ayúdanos a discernir no sólo lo que queremos, sino también lo que el Padre quiere de nosotr@s. Confiamos en tu promesa de permanencia con nosotros, y actuando en tu nombre, sabemos que lo haremos bien.