lunes, 25 de marzo de 2013

Al encuentro con la Palabra


Domingo de Ramos (Lc 22,14-23,56)
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen
            En la narración lucana de la pasión, Jesús muestra en sí mismo la realización de cuanto había enseñado: el don del amor recibido y compartido. Así, en la última cena el don total de su persona en el pan y el vino se manifiesta como el ejemplo de servicio más humilde.
            Detenido por las fuerzas de seguridad del Templo, Jesús no tiene ya duda alguna: el Padre no ha escuchado sus deseos de seguir viviendo: “Padre, si quieres, aparta de mí esta amarga prueba; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (22,42). Sus discípulos huyen buscando su propia seguridad. Está solo. Sus proyectos se desvanecen. Le espera la ejecución.
            El silencio de Jesús durante sus últimas horas es sobrecogedor. Sin embargo, los evangelistas han recogido algunas palabras suyas en la cruz. Son muy breves, pero a las primeras generaciones cristianas les ayudaban a recordar con amor y agradecimiento a Jesús crucificado.
            Lucas ha recogido las que dice mientras está siendo crucificado. Entre estremecimientos y gritos de dolor, logra pronunciar unas palabras que descubren lo que hay en su corazón: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (23,34). Así es Jesús. Ha pedido a los suyos “amar a sus enemigos” y “rogar por sus perseguidores” (Mt 5,44). Ahora es él mismo quien muere perdonando. Convierte su crucifixión en perdón.
            Esta petición al Padre por los que lo están crucificando es, ante todo, un gesto sublime de compasión y de confianza en el perdón insondable de Dios. Esta es la gran herencia de Jesús a la Humanidad: No desconfiéis nunca de Dios. Su misericordia no tiene fin.
            Marcos recoge un grito dramático del crucificado: “¡Dios mío. Dios mío! ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). Estas palabras pronunciadas en medio de la soledad y el abandono más total, son de una sinceridad abrumadora. Jesús siente que su Padre querido lo está abandonando. ¿Por qué? Jesús se queja de su silencio. ¿Dónde está? ¿Por qué se calla?
            Este grito de Jesús, identificado con todas las víctimas de la historia, pidiendo a Dios alguna explicación a tanta injusticia, abandono y sufrimiento, violencia e inseguridad, queda en labios del crucificado reclamando una respuesta de Dios más allá de la muerte: Dios nuestro, ¿por qué nos abandonas? ¿no vas a responder nunca a los gritos y quejidos de los inocentes?
            Lucas recoge una última palabra de Jesús. A pesar de su angustia mortal, Jesús mantiene hasta el final su confianza en el Padre. Sus palabras son ahora casi un susurro: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Nada ni nadie lo ha podido separar de él. El Padre ha estado animando con su espíritu toda su vida. Terminada su misión, Jesús lo deja todo en sus manos. El Padre romperá su silencio y lo resucitará.
            Esta semana santa, vamos a celebrar la Pasión y la Muerte del Señor. También podremos meditar en silencio ante Jesús crucificado ahondando en las palabras que él mismo pronunció durante su agonía.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Al encuentro con la Palabra


V Domingo de Cuaresma (Jn 8, 1-11)
Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar
            Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a “proclamar la liberación de los cautivos... y dar libertad a los oprimidos” (Lc 4,18). Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.
            De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio” (v. 3). No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: “La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?” (v. 5).
            La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer angustiada, la gente expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?
            Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.
            Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitan su perdón.
            Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (v.7). ¿Quiénes son ustedes para condenar a muerte a esa mujer, olvidando sus propios pecados y su necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?
            Los acusadores “se van retirando uno tras otro” (v. 9). Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: “Yo no he venido para juzgar al mundo sino para salvarlo” (Jn 12,47).
            El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice “Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más” (v. 11).
            Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que “Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva” (Ez 18,23; 33,11). De ahí que el discípulo esté invitado a una continua conversión como respuesta al amor y actuar de Jesús que no vino a condenar, sino a salvar a todos (Jn 3,17; 7,11).
            En este diálogo final se expresa el diálogo entre Dios y la humanidad. Una humanidad que Él creó y que ama profundamente. Que no condena a nadie, sino que extiende la mano para que pueda volver a empezar.
            Señor Jesús, deseamos vivir de acuerdo a tus enseñanzas, por ello nos acercamos a ti con los oídos abiertos y el corazón dispuesto. Levántanos Señor, que estamos sin amor, sin temor, sin fe, sin miedo. Pareciera que vivimos a un tiempo muertos y vivos.
            Que el encuentro contigo nos transforme. Que nos esforcemos, para que junto con tu gracia, lleguemos a ser fiel imagen y semejanza del Padre que nos ha creado. Que nuestra fidelidad se llene de vida cada vez que nos encontremos contigo.

lunes, 11 de marzo de 2013

Al encuentro con la Palabra


IV Domingo de Cuaresma (Lc 13, 1-9)
Me levantaré, volveré a mi Padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo
            Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa. Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado “reprimida” en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía “la parábola del hijo pródigo”, pero nunca la han escuchado en su corazón.
            Desde este texto, los publicanos eran rechazados y considerados pecadores por el pueblo en el tiempo de Jesús. Ellos son los que se acercan a Él para escucharlo (v. 1). Eso causaba el rechazo por parte de los fariseos y los escribas (v. 2), pues estaban convencidos de que comer con paganos o con pecadores era una fuente de impureza ritual. La actitud de estos estará retratada en la actitud del hijo mayor (v. 28).
            El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado” (vv. 24 y 32). Este grito revela lo que hay en su corazón de padre: un amor que hace que dé el perdón total y sin condiciones; que lo lleva a salir al encuentro de sus dos hijos (vv. 20 y 28).
            A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.
            El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre “lo vio” venir hambriento y humillado, y “se conmovió” hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.
            Enseguida “echa a correr”. No es el hijo quien vuelve a casa (v. 20). Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. “Se le echó al cuello y se puso a besarlo” (v. 20). Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.
            El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior (vv. 18 y 21). El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.
            El padre solo piensa en la dignidad natural de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa como hijo esperado y querido (v. 22). Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor (v. 23). El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.
            Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.
¡Padre, he pecado contra el cielo y contra ti,
ya no merezco llamarme hijo tuyo!

Padre tú me has llamado, para seguir a tu hijo,
constantemente me equivoco, y en mi error no reflexiono.
Me siento cansado de vivir así.

Concédeme la gracia de la conversión,
que pueda tener la humildad suficiente,
quiero acercarme como los publicanos y pecadores para oír tu voz,
para confrontar mi vida con tu Palabra.

Concédeme escuchar en mi corazón tu voz:
“Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado”

“Padre, deseo ser plenamente consciente de que SOY TU HIJO,
dame la fortaleza y sabiduría para DEJAR LA MUERTE,
anhelo de mi corazón y filiación es VOLVER A LA VIDA en tu vida.

¡Basta! ¡Quiero levantarme, ayúdame, Señor!
Ayúdame a caer en la cuenta de tu camino.
Dame tu luz para ver que estoy perdido,

domingo, 10 de marzo de 2013

Al encuentro con la Palabra


III Domingo de Cuaresma (Lc 13, 1-9)
Señor, déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra a su alrededor y a echarle abono, para ver si da fruto
            Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como Profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia.
            Quienes en este texto hablan con Jesús tienen una determinada mentalidad sobre las desgracias; tanto la brutalidad atribuida a Pilato como el accidente de la torre de Siloé, se entendían como el castigo de parte de Dios por algún pecado anterior. En coherencia con esta mentalidad, se entendía que los que no han sufrido ninguna desgracia eran justos, por tanto, Dios no los castigaba. Sin embargo, la manera de actuar de Dios no pasa por castigar a unos, enviándoles desgracias, y premiar a otros, protegiéndoles de cualquier mal.
            En todo esto, Jesús, sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos. Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: “Conviértanse y crean en esta Buena Noticia”. Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.
            Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al “Reino de Dios”. Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde. Necesario es leer los acontecimientos de la historia, incluso los personales, con la intención de encontrar las causas y trabajar por cambiar.
            En cierta ocasión cuenta una pequeña parábola. Un propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año, viene a buscar fruto en ella y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando inútilmente un terreno, lo más razonable es cortarla. Con esta parábola, Jesús coloca ante la propia responsabilidad en la vida. Si no se da fruto, los que esperan, considerarán que la vida está muerta (v. 7).
            Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no la quiere ver morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, a ver si da fruto. Pero ante una persona cuya vida no da “fruto” (vv. 6-7), Dios tiene una actitud de paciencia activa: sabe que, si se trabaja, si se cuida, si se ponen los medios para transformar, esa realidad estéril se puede convertir (v. 8).
            El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, “el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.
            Lo que necesitamos hoy en la Iglesia es una conversión profunda, un “corazón nuevo”, una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del Reino de Dios. Tendremos que reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu.
            Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia.
            Padre nuestro, nos has creado con un potencial de fecundidad tan enorme que deseamos en corresponsabilidad responderte con generosidad. Te agradecemos, el que constantemente abones nuestra vida con el rocío de tu gracia, la fertilidad de tu Espíritu y la luz de tu Palabra. Concédenos, Padre generoso, ser tierra dócil a tu acción, de modo que puedas recibir de nosotros el fruto que esperas. Danos luz suficiente para cambiar nuestros pensamientos, nuestro obrar, nuestro corazón. De verdad Padre, no queremos seguir igual, desemos cambiar para dar lograr dar el fruto que de nosotros esperas. Te lo pedimos por Jesús, tu Hijo y nuestro hermano, guía y maestro.