Fiesta
de Pentecostés (Jn 20, 19-23)
“Como el Padre me ha enviado, así los envío
yo”
El domingo de Pentecostés recoge toda la
alegría pascual y la difunde con una impetuosidad incontenible en los corazones
de todos.
El
contexto joánico de nuestro texto, nos lleva a recordar que, el Evangelio, nos
sitúa al anochecer del día de la resurrección (v. 19). Lo que
ha pasado hasta entonces es que ese mismo día, muy de madrugada, María
Magdalena, con otras mujeres fueron al sepulcro, ven la piedra removida (Jn 20,
1), y van a dar la noticia a Pedro y a Juan (20, 2-10). Magdalena, con la idea
de que se han robado el cuerpo del Señor, vuelve al sepulcro para buscarlo y
Jesús resucitado se le presenta, inmediatamente retorna donde los discípulos
para anunciarles lo que ha vivido (20, 11-18).
El
primer libro de Lucas, puede ampliar el contexto del que Juan habla, pues menciona
que estando los Once y sus compañeros reunidos, comparten el hecho asombroso de
que el Resucitado se le ha aparecido a Pedro, de igual modo, unos discípulos de
Emaús comparten lo que les ha sucedido de camino a su aldea y cómo lo reconocen
al partir el pan (Lc 24, 33-35), “estaban
hablando de esas cosas, cuando Él (Jesús)
se presentó en medio de ellos” (Lc 24, 36).
Según
Juan, la comunidad de los discípulos de Jesús, está viviendo la alegría de
constatar que su Maestro permanece con ellos como lo había prometido (Mt 20,
20). El evangelio de este domingo, quiere
expresar al discípulo como sacramento de Jesucristo. Si el verbo encarnado es sacramento del amor del Padre, entonces el
discípulo ha de ser por-con-en Jesús sacramento del amor del Padre por la
acción del Espíritu Santo que ha recibido.
Como el Padre ha enviado a su Hijo, así
somos enviados nosotr@s por Cristo (v. 21), que por el soplo, infunde su Espíritu en nosotros (v. 22) para que vivamos como vivió Él (1Jn 2,
6). En
el vivir del Maestro, el discípulo encuentra formas siempre nuevas para vivir
como Él; una vez, que como Él vive, es en el vivir del discípulo que el Maestro
se hace presente; cuando así
sucede, de realiza la verdad que ahora el Evangelio anuncia: el discípulo de Jesucristo es sacramento
del amor el Padre, por el Hijo que lo ha llamado y enviado (Mc 3, 13-14), bajo la acción del Espíritu Santo.
Te
bendecimos, Padre, por el don del Espíritu, que por tu Hijo haces a la
humanidad entera. Que Él nos anime, nos dé fuerza y coraje para trabajar por la
paz, la justicia y la verdad; luz para comprender a los demás; ayuda para
servir; generosidad para amar; paciencia para esperar; valor para rechazar la
mentira; docilidad para vivir como Jesús. Padre, que la presencia del Espíritu
en medio de nosotros, sea visible a través de los frutos: el amor, la paz, la
bondad, la ternura, la honestidad, la fidelidad, la amabilidad, la comprensión,
la auténtica alegría.
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