LA SANTÍSIMA TRINIDAD (Mt 28, 16-20)
“… y bautícenlos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo…”
En
el ciclo litúrgico, el primer domingo después de Pentecostés está dedicado a la
Santísima Trinidad. Hace ocho días celebramos la fiesta de Pentecostés que
culminaba el tiempo de Pascua, centro de nuestra fe cristiana. En este domingo
la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, en la cual
contemplamos el mismo Misterio de Dios que se ha revelado como Uno en la
diversidad de tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es como
una especie de síntesis de toda nuestra fe cristiana.
El
final del Evangelio de Mateo que hoy leemos, es el cierre no solo de las
apariciones post-pascuales, sino de todo su evangelio. El Jesús que se aparece
a los discípulos en el monto es el “Señor” de la Iglesia, objeto de adoración y
plegaria por parte de los suyos, aunque no siempre con una fe plena (v.17).
Ahora bien, Jesús es asimismo, el juez del final de los tiempos: está sentado
ya desde ahora a la diestra del Padre para evangelizar a todas las gentes (cf.
24,14). En esta misión implica a sus discípulos y en ellos a toda su Iglesia,
que deberá proseguir su obra. Esta obra consiste en dar a conocer la Buena
Nueva de la salvación, “hacer discípulos” a todos los pueblos, bautizándolos y
enseñándoles todas las cosas mandadas por Jesús, o sea, evangelizándolos (vv.
18-20). Aquí está en síntesis la misión de la Iglesia.
Hemos
hablado en los últimos domingos de la misión de la Iglesia, por eso quisiera
más bien fijarme en la fórmula trinitaria que aparece con el bautismo para resaltar
el misterio que celebramos en la fiesta de hoy .
La
fórmula trinitaria del bautismo representa una sorpresa en Mateo, pero le
confiere al final de este texto un aspecto solemne y una síntesis
teológica de todo su Evangelio.
La
revelación del misterio trinitario se va realizando gradualmente a través de
todo el ministerio de Jesús. La gran buena nueva de Jesús es que Dios es Padre
y un Padre que nos ama infinitamente y de una manera gratuita e incondicional.
Y que este Padre, por amor, ha enviado a su Hijo Unigénito, que tomando nuestra
condición humana nos da a conocer el rostro y el proyecto de vida, y la
realización del mismo que culmina en el misterio de la Pascua. Él mismo además,
se declara igual al Padre y en definitiva ésta será la causa de su condenación.
Su divinidad fue siempre motivo de controversia y de rechazo; en las últimas
horas de su vida terrena, Jesús nos revelará la realidad del Espíritu Santo,
que es el amor que lo une con el Padre, y el papel que desempeñará en la vida
de la Iglesia (cf. Jn 14, 15-17; 25-26; 15, 26-27; 16, 4-11; 12-15). Así el
Espíritu Santo se convierte en el don por excelencia del Resucitado, muy ligado
a la misión e impulsor de la nueva creación que se inicia con la resurrección
de Cristo. El Dios que Jesús nos revela es único por su naturaleza, pero trino
por las personas. Al proclamar este misterio, el creyente adora la unidad de
Dios y la Trinidad de las Personas. En esto consiste la salvación: en creer en
este adorable misterio y ser bautizado en el nombre del Dios uno y trino.
Profesar esta fe en la Trinidad significa aceptar el amor del Padre, vivir por
medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu Santo que recrea un
hombre nuevo y una nueva sociedad.
Hemos
sido bautizados en el nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a través
del cual, participamos de la misma vida divina; el bautismo nos ha insertado en
el misterio de comunión de Dios. Pero esto no puede reducirse a un mero rito
externo en un momento de nuestra vida, sino que esto debe marcar el principio
de un camino que tendrá que convertirse en una experiencia de vida, en un
camino de maduración en la fe, en el que vamos siendo sumergidos en el amor
infinito del Padre, en los sentimientos del corazón de Jesús que nos conduce a
ser hijos en el Hijo; y en el amor del Espíritu que tiene el poder de
transformarnos desde lo más profundo del corazón en hombres y mujeres nuevas.
El
misterio de la trinidad no puede reducirse, como se nos insistía antiguamente
en la catequesis, a un misterio que “intelectualmente no podemos comprender”,
sino descubrirlo como fuente de vida inagotable de la que siempre podemos estar
alimentando nuestra vida.
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