V Domingo
Ordinario (Mt 5, 13-16)
“Yo soy la
luz del mundo, el que me sigue no caminará en tinieblas”
El
Evangelio de hoy es parte del Sermón de la Montaña o Sermón de las
Bienaventuranzas que el Evangelio de Mateo abarca del c 5-7, y empieza con las
Bienaventuranzas en las que Jesús traza
los caminos que conducen a la verdadera felicidad y va describiendo el espíritu
que debe animar a sus verdaderos seguidores; las pautas que deben guiar el
comportamiento cristiano.
El texto
de la Bienaventuranzas debíamos haberlo leído el domingo pasado; pero como
coincidió con la fiesta de la Presentación del Señor, leímos los textos propios
de la fiesta.
El texto
de hoy viene después de las Bienaventuranzas y
hay que leerlo en ese contexto para poder entenderlo.
Mateo une
dos imágenes, “sal” y “luz” y las utiliza para crear en el contexto del Sermón
de la Montaña, un engranaje entre las Bienaventuranzas y el del sentido de la
Ley. Se quiere poner énfasis en la tarea confiada a los discípulos que deben
vivir en referencia a la tierra – mundo, no de modo separado, sino como una
nueva alternativa explicadas por dos imágenes muy claras: “sal de la tierra” y
“luz del mundo”
La primera
imagen de la sal, sugiere los diferentes modos conocidos de utilizarla y la
presenta como un elemento natural e indispensable: dar sabor a los alimentos y
los conserva de la corrupción.
Si la sal
se desvirtúa, ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la
gente.
La segunda
imagen la luz, es también muy clara en su significado. La luz, contrapuesta a
la oscuridad, nos permite ver la verdadera dimensión de las cosas, permite
situarnos frente a ellas, nos orienta y
nos permite caminar con seguridad. Cuando el testimonio de los discípulos es
auténtico, es como una ciudad construida en lo alto de un monte que no se puede
ocultar, o como una vela encendida que
se pone sobre el candelero para que alumbre todos los de la casa.
Aplicada a
los discípulos, la imagen de la luz apunta al comportamiento, a la vida
concreta, a la práctica cotidiana, a lo que se ve. El testimonio de los
discípulos de Jesucristo, por tanto, se realiza a través de la propia manera de
vivir “las buenas obras” y en relación del tú a tú. Es la propia experiencia de
la fe la que comunica el Evangelio y la fe. Esta luz hará posible que la
persona que la percibe, pueda sentir la presencia de Dios en el mundo; el
sentido de su existencia y de su vida.
Una fe
solo se prende en otra fe, como una llama solo se prende por otra llama.
Además, el
objetivo de ser “sal” y “luz” es siempre la glorificación del Padre del cielo y
la edificación de la comunidad humana.
Por otra
parte, es importante aclarar que las buenas obras no se refieren a cualquier
comportamiento, sino de la práctica de las Bienaventuranzas, y en un sentido
más amplio, a todo el Sermón de la Montaña.
Es
importante el que actuar, pero sobre todo, que las obras buenas vayan más allá
de quien las hace. Solo cuando el protagonismo es el comportamiento coherente,
y no el sujeto, se puede hablar de un auténtico alcance misionero del
testimonio. De otra manera, se caería en un “exhibicionismo que no tiene que
ver nada con el Evangelio de hoy.
El
evangelio de este domingo presenta la vocación cristiana, clave de “función
pública”, de servicio que se hace a todos.
Jesús se
aplica a sí mismo, la imagen de la luz: “Yo soy la luz del mundo, el que me
sigue, tendrá la luz de la vida” Esta es la luz que el mundo necesita y que el
discípulo tiene que reflejar.
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