domingo, 10 de marzo de 2013

Al encuentro con la Palabra


III Domingo de Cuaresma (Lc 13, 1-9)
Señor, déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra a su alrededor y a echarle abono, para ver si da fruto
            Había pasado ya bastante tiempo desde que Jesús se había presentado en su pueblo de Nazaret como Profeta, enviado por el Espíritu de Dios para anunciar a los pobres la Buena Noticia.
            Quienes en este texto hablan con Jesús tienen una determinada mentalidad sobre las desgracias; tanto la brutalidad atribuida a Pilato como el accidente de la torre de Siloé, se entendían como el castigo de parte de Dios por algún pecado anterior. En coherencia con esta mentalidad, se entendía que los que no han sufrido ninguna desgracia eran justos, por tanto, Dios no los castigaba. Sin embargo, la manera de actuar de Dios no pasa por castigar a unos, enviándoles desgracias, y premiar a otros, protegiéndoles de cualquier mal.
            En todo esto, Jesús, sigue repitiendo incansable su mensaje: Dios está ya cerca, abriéndose camino para hacer un mundo más humano para todos. Pero es realista. Jesús sabe bien que Dios no puede cambiar el mundo sin que nosotros cambiemos. Por eso se esfuerza en despertar en la gente la conversión: “Conviértanse y crean en esta Buena Noticia”. Ese empeño de Dios en hacer un mundo más humano será posible si respondemos acogiendo su proyecto.
            Va pasando el tiempo y Jesús ve que la gente no reacciona a su llamada como sería su deseo. Son muchos los que vienen a escucharlo, pero no acaban de abrirse al “Reino de Dios”. Jesús va a insistir. Es urgente cambiar antes que sea tarde. Necesario es leer los acontecimientos de la historia, incluso los personales, con la intención de encontrar las causas y trabajar por cambiar.
            En cierta ocasión cuenta una pequeña parábola. Un propietario de un terreno tiene plantada una higuera en medio de su viña. Año tras año, viene a buscar fruto en ella y no lo encuentra. Su decisión parece la más sensata: la higuera no da fruto y está ocupando inútilmente un terreno, lo más razonable es cortarla. Con esta parábola, Jesús coloca ante la propia responsabilidad en la vida. Si no se da fruto, los que esperan, considerarán que la vida está muerta (v. 7).
            Pero el encargado de la viña reacciona de manera inesperada. ¿Por qué no dejarla todavía? Él conoce aquella higuera, la ha visto crecer, la ha cuidado, no la quiere ver morir. Él mismo le dedicará más tiempo y más cuidados, a ver si da fruto. Pero ante una persona cuya vida no da “fruto” (vv. 6-7), Dios tiene una actitud de paciencia activa: sabe que, si se trabaja, si se cuida, si se ponen los medios para transformar, esa realidad estéril se puede convertir (v. 8).
            El relato se interrumpe bruscamente. La parábola queda abierta. El dueño de la viña y su encargado desaparecen de escena. Es la higuera la que decidirá su suerte final. Mientras tanto, recibirá más cuidados que nunca de ese viñador que nos hace pensar en Jesús, “el que ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.
            Lo que necesitamos hoy en la Iglesia es una conversión profunda, un “corazón nuevo”, una respuesta responsable y decidida a la llamada de Jesús a entrar en la dinámica del Reino de Dios. Tendremos que reaccionar antes que sea tarde. Jesús está vivo en medio de nosotros. Como el encargado de la viña, él cuida de nuestras comunidades cristianas, cada vez más frágiles y vulnerables. Él nos alimenta con su Evangelio, nos sostiene con su Espíritu.
            Hemos de mirar el futuro con esperanza, al mismo tiempo que vamos creando ese clima nuevo de conversión y renovación que necesitamos tanto y que los decretos del Concilio Vaticano no han podido hasta hora consolidar en la Iglesia.
            Padre nuestro, nos has creado con un potencial de fecundidad tan enorme que deseamos en corresponsabilidad responderte con generosidad. Te agradecemos, el que constantemente abones nuestra vida con el rocío de tu gracia, la fertilidad de tu Espíritu y la luz de tu Palabra. Concédenos, Padre generoso, ser tierra dócil a tu acción, de modo que puedas recibir de nosotros el fruto que esperas. Danos luz suficiente para cambiar nuestros pensamientos, nuestro obrar, nuestro corazón. De verdad Padre, no queremos seguir igual, desemos cambiar para dar lograr dar el fruto que de nosotros esperas. Te lo pedimos por Jesús, tu Hijo y nuestro hermano, guía y maestro.

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