II
Domingo de Cuaresma (Lc 9, 28-36)
“Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”
Los
cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por la escena llamada
tradicionalmente “La transfiguración del Señor”. Sin embargo, a los que pertenecemos a la cultura moderna
no se nos hace fácil penetrar en el significado de un relato redactado con
imágenes y recursos literarios, propios de una “teofanía” o revelación de Dios.
Lucas, ha introducido detalles que nos permiten descubrir con más realismo el
mensaje de un episodio que a muchos les resulta hoy extraño y asombroso. Desde
el comienzo nos indica que Jesús sube con sus discípulos más cercanos a lo alto
de una montaña sencillamente “para orar” (v. 28), no para contemplar una transfiguración.
La presencia del monte y de la oración es
típica del evangelio lucano para expresar la importancia de lo que se nos va a
revelar. La “montaña” (v. 28), como símbolo, es el lugar de la revelación
de Dios y, por ello, lugar de oración (v. 28). Todo sucede durante la oración
de Jesús: “mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (v. 29). Jesús, recogido
profundamente, acoge la presencia de su Padre, y su rostro cambia. Los discípulos perciben algo de su
identidad más profunda y escondida. Algo que no pueden captar en la vida
ordinaria de cada día.
En la vida de los seguidores de Jesús no
faltan momentos de claridad y certeza, de alegría y de luz. Ignoramos lo
que sucedió en lo alto de aquella montaña, pero sabemos que en la oración y el silencio es posible vislumbrar, desde la
fe, algo de la identidad oculta de Jesús. Esta oración es fuente de un
conocimiento que no es posible obtener de los libros.
Aparecen
Moisés y Elías ‑que representan la Ley y los Profetas, y por tanto, la antigua
alianza‑ (v.30), conversando con Jesús acerca de su muerte en Jerusalén (v.31),
lugar escogido por Dios para residir y desde donde se revelaría a todos los
pueblos de la tierra; pero también, lugar donde Jesús entregará su vida, donde
cumplirá la voluntad de Dios. Ellos ‑Moisés
y Elías‑, son los testimonios de la
veracidad en lo acontecido, pues por medio de la Ley y Profetas es como
Dios se había manifestado anteriormente. Sin embargo, ahora se manifiesta en Jesús, el “Hijo” (v. 35), única y definitiva Palabra Dios.
Lucas
dice que los discípulos apenas se enteran de nada, pues “se caían de sueño” y solo “al espabilarse” (v.32), captaron algo: la
transfiguración de Jesús (v. 29), y la aparición de Moisés y Elías (vv. 30-31).
Pedro solo sabe que allí se está muy bien y que esa experiencia no debería
terminar nunca. Lucas dice que “no
sabía lo que decía” (v. 33).
Por eso, la
escena culmina con una voz y un mandato solemne. Los discípulos se ven
envueltos en una nube (vv. 34-35), signo de la presencia misteriosa de Dios (Ex
40,35). Se asustan pues todo aquello los sobrepasa. Sin embargo, la voz que identifica a Jesús en su
bautismo antes de iniciar su misión en Galilea (Lc 3,22), es la voz de Dios que ahora sale de la nube
e identificando a su Hijo se dirige a los discípulos: “Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo” (v. 35). La escucha ha de ser la
primera actitud de los discípulos.
Los
cristianos de hoy necesitamos urgentemente “interiorizar” nuestra religión si
queremos reavivar nuestra fe. No basta
oír el Evangelio de manera distraída, rutinaria y gastada, sin deseo alguno de
escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente preocupada solo de entender.
Necesitamos
escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro ser. Todos,
predicadores y pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos escuchar su Buena
Noticia de Dios, no desde fuera sino
desde dentro. Dejar que sus palabras
desciendan de nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería más
fuerte, más gozosa, más contagiosa.
Señor, que el sueño de nuestra condición humana no nos mantenga
alejados de los hechos prodigiosos que realizas continuamente en nuestra vida.
Que cuando estemos despiertos y logremos velar contigo, consigamos ver la
transformación que tiene lugar en nuestro corazón, hasta el punto de
reconocerte como presencia transfigurada y luminosa.
Llévanos, contigo, al monte de la oración, Señor, y concede
a nuestra vida cansada y adormecida la capacidad de contemplarte en la gloria
del Padre.
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