miércoles, 20 de marzo de 2013

Al encuentro con la Palabra


V Domingo de Cuaresma (Jn 8, 1-11)
Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar
            Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a “proclamar la liberación de los cautivos... y dar libertad a los oprimidos” (Lc 4,18). Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.
            De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio” (v. 3). No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: “La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?” (v. 5).
            La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer angustiada, la gente expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?
            Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.
            Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitan su perdón.
            Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (v.7). ¿Quiénes son ustedes para condenar a muerte a esa mujer, olvidando sus propios pecados y su necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?
            Los acusadores “se van retirando uno tras otro” (v. 9). Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: “Yo no he venido para juzgar al mundo sino para salvarlo” (Jn 12,47).
            El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice “Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más” (v. 11).
            Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que “Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva” (Ez 18,23; 33,11). De ahí que el discípulo esté invitado a una continua conversión como respuesta al amor y actuar de Jesús que no vino a condenar, sino a salvar a todos (Jn 3,17; 7,11).
            En este diálogo final se expresa el diálogo entre Dios y la humanidad. Una humanidad que Él creó y que ama profundamente. Que no condena a nadie, sino que extiende la mano para que pueda volver a empezar.
            Señor Jesús, deseamos vivir de acuerdo a tus enseñanzas, por ello nos acercamos a ti con los oídos abiertos y el corazón dispuesto. Levántanos Señor, que estamos sin amor, sin temor, sin fe, sin miedo. Pareciera que vivimos a un tiempo muertos y vivos.
            Que el encuentro contigo nos transforme. Que nos esforcemos, para que junto con tu gracia, lleguemos a ser fiel imagen y semejanza del Padre que nos ha creado. Que nuestra fidelidad se llene de vida cada vez que nos encontremos contigo.

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