V
Domingo de Cuaresma (Jn 8, 1-11)
“Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas
a pecar”
Según
su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte
de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a
“proclamar la liberación de los
cautivos... y dar libertad a los
oprimidos” (Lc 4,18). Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la
explanada del templo para escucharlo.
De
pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio” (v.
3). No les preocupa el destino terrible
de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores
lo dejan muy claro: “La Ley de Moisés nos
manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?” (v. 5).
La
situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer angustiada, la
gente expectante. Jesús guarda un
silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada
por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es
esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?
Jesús,
que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos
en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en
nombre de la Ley. Él les responderá
desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus
acusadores, todos ellos, están
necesitados del perdón de Dios.
Los
acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la
Ley. Jesús cambiará la perspectiva.
Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitan su
perdón.
Como
le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: “El que esté sin pecado, que le tire la
primera piedra” (v.7). ¿Quiénes son ustedes
para condenar a muerte a esa mujer, olvidando sus propios pecados y su necesidad
del perdón y de la misericordia de Dios?
Los
acusadores “se van retirando uno tras
otro” (v. 9). Jesús apunta hacia una
convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser
humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: “Yo no he venido para juzgar al mundo sino para salvarlo” (Jn 12,47).
El diálogo de Jesús con la mujer arroja
nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer
no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No
se siente todavía liberada. Jesús le dice “Tampoco
yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más” (v. 11).
Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le
invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que
exige conversión. Jesús sabe que “Dios
no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva” (Ez 18,23;
33,11). De ahí que el discípulo esté invitado a una continua conversión como
respuesta al amor y actuar de Jesús que no vino a condenar, sino a salvar a
todos (Jn 3,17; 7,11).
En este diálogo final se expresa el diálogo
entre Dios y la humanidad. Una humanidad que Él creó y que ama
profundamente. Que no condena a nadie,
sino que extiende la mano para que pueda volver a empezar.
Señor
Jesús, deseamos vivir de acuerdo a tus enseñanzas, por ello nos acercamos a ti
con los oídos abiertos y el corazón dispuesto. Levántanos Señor, que estamos
sin amor, sin temor, sin fe, sin miedo. Pareciera que vivimos a un tiempo
muertos y vivos.
Que
el encuentro contigo nos transforme. Que nos esforcemos, para que junto con tu
gracia, lleguemos a ser fiel imagen y semejanza del Padre que nos ha creado.
Que nuestra fidelidad se llene de vida cada vez que nos encontremos contigo.
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