lunes, 11 de marzo de 2013

Al encuentro con la Palabra


IV Domingo de Cuaresma (Lc 13, 1-9)
Me levantaré, volveré a mi Padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo
            Para no pocos, Dios es cualquier cosa menos alguien capaz de poner alegría en su vida. Pensar en él les trae malos recuerdos: en su interior se despierta la idea de un ser amenazador y exigente, que hace la vida más fastidiosa, incómoda y peligrosa. Poco a poco han prescindido de él. La fe ha quedado “reprimida” en su interior. Hoy no saben si creen o no creen. Se han quedado sin caminos hacia Dios. Algunos recuerdan todavía “la parábola del hijo pródigo”, pero nunca la han escuchado en su corazón.
            Desde este texto, los publicanos eran rechazados y considerados pecadores por el pueblo en el tiempo de Jesús. Ellos son los que se acercan a Él para escucharlo (v. 1). Eso causaba el rechazo por parte de los fariseos y los escribas (v. 2), pues estaban convencidos de que comer con paganos o con pecadores era una fuente de impureza ritual. La actitud de estos estará retratada en la actitud del hijo mayor (v. 28).
            El verdadero protagonista de esa parábola es el padre. Por dos veces repite el mismo grito de alegría: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado” (vv. 24 y 32). Este grito revela lo que hay en su corazón de padre: un amor que hace que dé el perdón total y sin condiciones; que lo lleva a salir al encuentro de sus dos hijos (vv. 20 y 28).
            A este padre no le preocupa su honor, sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Solo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.
            El relato describe con todo detalle el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Estando todavía lejos, el padre “lo vio” venir hambriento y humillado, y “se conmovió” hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios nos mira así.
            Enseguida “echa a correr”. No es el hijo quien vuelve a casa (v. 20). Es el padre el que sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. “Se le echó al cuello y se puso a besarlo” (v. 20). Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.
            El hijo comienza su confesión: la ha preparado largamente en su interior (vv. 18 y 21). El padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.
            El padre solo piensa en la dignidad natural de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa como hijo esperado y querido (v. 22). Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor (v. 23). El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.
            Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios. Quien la escuche en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que en el misterio último de la vida hay Alguien que nos acoge y nos perdona porque solo quiere nuestra alegría.
¡Padre, he pecado contra el cielo y contra ti,
ya no merezco llamarme hijo tuyo!

Padre tú me has llamado, para seguir a tu hijo,
constantemente me equivoco, y en mi error no reflexiono.
Me siento cansado de vivir así.

Concédeme la gracia de la conversión,
que pueda tener la humildad suficiente,
quiero acercarme como los publicanos y pecadores para oír tu voz,
para confrontar mi vida con tu Palabra.

Concédeme escuchar en mi corazón tu voz:
“Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado”

“Padre, deseo ser plenamente consciente de que SOY TU HIJO,
dame la fortaleza y sabiduría para DEJAR LA MUERTE,
anhelo de mi corazón y filiación es VOLVER A LA VIDA en tu vida.

¡Basta! ¡Quiero levantarme, ayúdame, Señor!
Ayúdame a caer en la cuenta de tu camino.
Dame tu luz para ver que estoy perdido,

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