I
Domingo de Cuaresma (L 4, 1-13)
“Jesús, lleno del Espíritu Santo regresó del
Jordán y conducido por el mismo Espíritu, se internó en el desierto”
Las
primeras generaciones cristianas se interesaron mucho por las pruebas y
tensiones que tuvo que superar Jesús para mantenerse fiel a Dios y vivir
siempre colaborando en su proyecto de una vida más humana y digna para todos. Por
eso, los evangelistas colocan el relato antes de narrar la actividad profética
de Jesús. Sus seguidores han de conocer bien estas tentaciones desde el
comienzo, pues son las mismas que ellos tendrán que superar a lo largo de los
siglos, si no quieren desviarse de él.
Lucas
describe el comienzo de la actividad de Jesús siguiendo el modelo del comienzo
de la historia del pueblo de Israel, según el libro del Éxodo. El Espíritu
Santo conduce a Jesús al desierto. El pueblo de Israel, que es llamado “el hijo
de Dios” (Ex 4,22-23), fue conducido por Dios al desierto donde fue tentado
durante cuarenta años (Dt 8,2).
La
narración lucana de las tentaciones va precedida por la genealogía de Jesús,
que asciende hasta Adán: se presenta, pues, a Jesús como el nuevo comienzo de
la humanidad. Lucas no se contenta con
indicar que Jesús tiene el Espíritu Santo, sino que también es conducido por Él
en y por el desierto (v. 1).
En
el desierto, que es lugar de prueba, discernimiento y de
encuentro con Dios, Jesús es tentado
por el demonio, “el que divide” (v. 2), éste es el enemigo que desde el principio, ha tentado al hombre para
alejarle de la voluntad de Dios y llevarle así a la ruina y a la muerte
(cf. G 2; Sb 3,4). Es necesario entender que las tentaciones no aparecen una
sola vez, están a lo largo de toda la vida y quizás, en los momentos decisivos
(Lc 11,16; 22,3; 23,36-37; Jn 8,6). Por esto la indicación “durante cuarenta
días” debe entenderse como un número redondo que indica un tiempo amplio y que,
al menos en Lucas, parece abarcar el tiempo de las tentaciones y la guía del
Espíritu.
Tanto
la primera como la última tentación, inician con una condición “si tú eres el Hijo de Dios…” (vv. 3.9); el tentador sabe que Jesús es el Hijo de
Dios pero lo invita a que lo demuestre de modo inadecuado, contrario al plan de
Dios. En realidad las tres tentaciones no son sólo lo que aparta de Dios,
sino lo que elimina la auténtica humanidad. En el fondo, son una invitación a
querer ser persona pero de modo inadecuado.
La primera tentación (v. 3) es la de actuar sin obedecer al Padre.
La voluntad del Padre es que el “Hijo” recorra el camino de la humanidad. “El
que separa”, se apoya en la necesidad de Jesús, extenuado por el largo ayuno; le sugiere que se sirva de sus poderes
sobrehumanos en su propio beneficio. Jesús, siendo fiel al designio del
Padre, responde (v. 4) que el auténtico alimento es cumplir dicha voluntad (lo
hace citando Dt 8,3, donde se expresa la necesidad que tiene la humanidad de la
Palabra que sale de la boca del Señor).
Cumplir la voluntad del Padre –ser
hombre con todas las consecuencias– es
lo único que puede identificar a Jesús como “Hijo de Dios”. Comer es
importante pero el ser humano es más que eso; las personas son mucho más que
esponjas que consumen alimento.
El
pasaje del Deuteronomio (8,3) refiere la experiencia vivida por Israel durante
el éxodo, a través del desierto, cuando suspiraba por las ollas de carne y el
pan que podía comer en Egipto, llevándolo a murmurar contra Moisés y Aarón (Ex
16; Nm 11,7-8); el pueblo quería alimentarse sin importarle el precio o las
consecuencias de esta búsqueda de hartura
La segunda tentación (vv. 5-7) consiste en la búsqueda del poder y la
riqueza, en creer que se puede ser señor del mundo y de las cosas, y que se
puede estar por encima de los demás. El
poder que abusa de otros no viene de Dios sino del diablo; él es su dueño y
puede engañarlo a quien quiera, pero a un precio muy alto: que lo adoren y lo
sirvan. “El que divide”, quiere empujar a Jesús hacia un mesianismo
temporal, de carácter político. Se trata de adorar (v. 7) el poder con la
adoración que sólo Dios, como único Señor del mundo, merece. Jesús responde (v. 8) con un convencimiento fuerte al mismo
tiempo que profundo: quien adora realmente a Dios tendrá ganas de servir a los
demás y no de aprovecharse de ellos. Jesús rinde adoración al único Señor
de todo (Dt 6, 13), el único que está realmente por encima y que, sin embargo,
ha venido a ponerse debajo de todos (Lc 12,37; Fl 2,6-11).
La tercera tentación (vv. 9-11) es la que se produce cuando dudamos si Dios
está o no con nosotros: tentar a Dios, exigirle señales espectaculares para
mostrar que está presente. Se trata de
forzar a Dios para que actúe al capricho del diablo. En este caso el diablo
manipula la Biblia (Sl 91,11.12), se muestra muy astuto. Jesús (v. 12) no pide
ningún signo porque Dios está con Él (Dt 6,16). Esta tercera tentación nos hace
contemplar a Jesús al final de su camino, en “Jerusalén” (v. 9), donde con su
muerte y resurrección –Pascua– superará definitivamente la prueba del tentador
y mostrará plenamente su obediencia al Padre (Lc 23,46).
En
la vida estamos constantemente sometidos a pruebas. También hoy nuestra tentación es pensar solo en nuestro pan y preocuparnos
exclusivamente de nuestra crisis. Nos desviamos de Jesús cuando nos creemos
con derecho a tenerlo, y olvidamos el drama, los miedos y sufrimientos de quienes
carecen de casi todo.
Hoy también se despierta en algunos
cristianos la tentación de mantener, como sea, el poder. Nos desviamos de
Jesús cuando presionamos las conciencias tratando de imponer a la fuerza
nuestras creencias. Al reino de Dios le
abrimos caminos cuando trabajamos por un mundo más compasivo y solidario.
Finalmente, caemos en la cuenta que nos
desviamos de Jesús cuando confundimos nuestra propia ostentación con la gloria
de Dios. Nuestra exhibición no revela la grandeza de Dios. Sólo una vida de
servicio humilde a los necesitados manifiesta su Amor a todos sus hijos.
Padre, tú que nos llenas del don de
tu Espíritu, concédenos docilidad al mismo, para que en el caminar de nuestra
vida cristiana, se alimente nuestra fe, aumente nuestra esperanza y se refuerce
la caridad. Que nuestro pan, sea tu Palabra y tu Hijo; nuestro poder, la
capacidad de servirte en las personas; y nuestra sencillez ante tu grandeza, tu
gloria.
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