XI Domingo
Ordinario (Mc. 4, 26-34)
“Jesús es la fuerza vital y misteriosa que
transforma al individuo y a la sociedad”.
La
enseñanza de Jesús en parábolas se ha iniciado en Mc 4, 1; parábolas que
siempre tienen como centro el Reino de Dios que se va describiendo a través de
imágenes muy sencillas, pero que requieren en el oyente una actitud de escucha
y acogida para poder descifrarlas en profundidad.
La
primera parábola del Evangelio de hoy habla de un “hombre que siembra la
semilla en la tierra” “ que pasan las noches y los días, y sin que él sepa
como, la semilla germina y crece; y la tierra por sí sola, va produciendo el
fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las
espigas”. El labrador, una vez confiada la semilla a la tierra, se va: ha
terminado su trabajo. El sembrador participa al comienzo con la semilla y al
final con la cosecha. Todo lo que se sitúa en estos momentos acontece sin su
concurso. Él no sabe como, pero sabe que Dios trabaja a través de sus
elementos. El secreto, por tanto, está en la fuerza interna que tiene la
semilla y en la disponibilidad de la tierra que hacen que se vuelva a encender
de una manera milagrosa la vida. El sembrador reconoce con su inactividad que
hay un ámbito en el que no puede actuar. Debe limitarse únicamente a esperar
confiado.
La
segunda parábola omite la figura del labrador, presente de una manera alusiva
en la semilla echada en la tierra, y se concentra en el tipo de semilla, el
grano de mostaza tan minúsculo que casi se pierde cuando lo ponemos en la palma
de la mano. Pero una vez que ha crecido se convierte en una planta que alcanza
a veces cuatro metros de altura y pasa a
ser cómodo refugio para los pájaros. Ésta parábola del grano de mostaza acentúa
el contraste entre la pequeñez de los inicios del Reino de Dios y la grandeza
que vendrá. Expresa lo que ya están viviendo los discípulos: la actividad de
Jesús ha empezado de modo muy sencillo, pero en ella se encuentra el vigor del
Reino, presente en sus hechos y en sus palabras. Y eso llena a los discípulos
de la esperanza de que llegará un momento en que Dios establecerá plenamente su
Reino.
El
Reino de los cielos fue anunciado por la predicación del Evangelio: es la
semilla plantada. Tomando en cuenta las expectativas mesiánicas de la mayoría
del pueblo de Israel, un Mesías poderoso social y políticamente, los discípulos
al verlo empezar de un modo tan pobre podían preguntarse con inquietud cuál
habría de ser su destino. Puesto que los efectos de esa predicación podían
parecer lentos y no responder a sus expectativas de unos frutos inmediatos o
espectaculares, Jesús los tranquiliza exhortándoles a considerar la naturaleza
y sus leyes, de ahí entender la realidad del Reino de Dios y sus leyes que van
por otro camino muy diferente al que ellos piensan y esperan.
Hay
sobro todo una enseñanza muy clara: el Reino de Dios tiene su propia fuerza de
transformación que viene de Dios y no del esfuerzo humano, y ademán hay que
buscarlo en la pequeñez de lo cotidiano, pero que tiene un crecimiento tal que
puede albergar a todos los hombres que se acogen a él.
Las
dos parábolas no son un llamado a la inactividad humana, sin a recalcar la
acción divina en la acción salvífica manifestada en le Reino.
En
nuestra cultura moderna, la programación rápida, el culto a la eficiencia y la
intolerancia frente a toda lentitud, se vuelve obligatorio el método fuerte y
eficaz, invoca el autoritarismo para la consecución rápida del fin. La
paciencia no entra en la cultura del “eficientismo” actual; sin embargo,
nosotros debemos comprender que las cosas del Reino, la impaciencia no es de
Dios, no es de Cristo y no debe ser del cristiano, porque el Reino de Dios se
va abriendo camino por situaciones impensables para los criterios humanos.
La
promesa de Dios es como la semilla plantada en el surco de la historia: es
Cristo muerto y resucitado, que actúa ya desde ahora en este mundo. Él es la
semilla que brota por sí sola y que garantiza una rica cosecha, es el árbol
frondoso que alberga a los pájaros; Él es la fuerza vital y misteriosa que
transforma al individuo y a la sociedad.
A
nosotros nos toca acoger y colaborar con este don. Es un tiempo que exige fe y
esperanza.
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