sábado, 11 de junio de 2011

Al encuentro con la Palabra


Domingo de Pentecostés  (Jn 20,19-23).
El soplo del Espíritu, poder para absolver al mundo de los pecados.
Llegamos al final de la pascua con la fiesta de la efusión del Espíritu, a través del cual Jesús resucitado conduce a la Iglesia y habita en el corazón de los creyentes. Sobre los datos bíblicos de este acontecimiento, en cuanto al tiempo en que sucede, tenemos dos versiones; el libro de hechos retarda la efusión del Espíritu hasta cincuenta días después de la resurrección (Hech 2,1-13), cristianizando así la fiesta agrícola de pentecostés que ya celebraban los judíos (Dt 16,9ss; Lv 23,15-22); mientras que Juan hace énfasis en poner la efusión del Espíritu el mismo domingo de la resurrección: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban…dicho esto, sopló y les dijo: reciban al Espíritu Santo” . En esta diversidad de datos sobre cuando se manifestó el Espíritu en la vida de los discípulos, están implicadas motivaciones catequéticas, más que históricas; teológicamente entendemos que el don del Espíritu es la manera de estar Jesús en el mundo a partir del hecho de la resurrección: la muerte en la cruz concluye la etapa de su estancia física y tangible entre nosotros, y la resurrección inaugura esta nueva manera de estar, no tangible, pero real y efectiva.
El texto de la liturgia para este domingo nos ofrece tres aspectos que son significativos para la vida cristiana: la manifestación de Jesús a los discípulos, el envío a la misión y la facultad de absolver los pecados.
Jesús resucitado se revela a sus discípulos desde esta nueva manera de estar, no física penetrando los lugares cerrados, pero real mostrándoles las llagas de la cruz. El doble saludo con que  se presenta Jesús, “la paz con ustedes”, es motivo de alegría para los discípulos que permanecían encerrados por miedo de correr la misma suerte del maestro.
La misión de los discípulos en el mundo es continuidad de la misión que fielmente ha realizado Jesús. El Padre ha enviado a su Hijo para que ofrendando su vida el mundo en Él tenga vida en abundancia; así los discípulos sabiéndose enviados por Jesús, habrán de constituirse en ofrenda de vida para el mundo, buscando ahuyentar y erradicar la muerte.
La facultad dada a los discípulos de absolver los pecados del mundo, es consecuencia de la misión encomendada: “dar vida en abundancia”. Con el paso del tiempo la liturgia de la Iglesia reserva la facultad sacramental de absolver los pecados solo a los ministros ordenados, pero en la revelación de la Escritura aparece como una experiencia que Jesús resucitado encomienda a toda la Iglesia; los discípulos de Jesús absuelven al mundo de las ataduras de la muerte y le dan vida con el perdón efectivo inspirado en el amor oblativo de la cruz; por lo contrario, mientras en el ser humano se sobrepongan el egoísmo y el rencor, el mundo permanecerá en el pecado con  ataduras de muerte.
Señor Jesús sopla sobre nosotros el aliento de tu Santo Espíritu que da vida, para que escuchando el saludo de la paz nos llenemos de alegría y demos continuidad a tu misión redentora, absolviendo al mundo de los pecados que le esclavizan en situaciones de muerte.        


  

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