domingo, 5 de junio de 2011

Al encuentro con la Palabra


VII Domingo de Pascua, la Ascensión del Señor  (Mt 28,16-20).
Ausencia física de Jesús y presencia misteriosa en su Espíritu.
Estamos a una semana de concluir la pascua con la fiesta de Pentecostés; en este domingo la liturgia de la Iglesia celebra la ascensión del Señor, siendo invitados los creyentes a contemplar a Jesús resucitado, cabeza de la Iglesia, quien habiendo realizado el misterio de la redención, elevándose al cielo vuelve al Padre, con la certeza de que quienes formamos parte de su cuerpo, vamos siendo llevados por Él a donde es nuestro trascendental destino.
El evangelio de Marcos concluye su obra haciendo mención del hecho de la ascensión (Mc 16,19); el libro de Hechos al inicio ubica este mismo acontecimiento, el cual sucede previamente al acontecimiento de Pentecostés (Hech 1,6-26); Juan al narrar el encuentro de Jesús con María Magdalena en el sepulcro, hace mención de la necesidad de subir al Padre (Jn 20,11-18). Mateo no describe expresamente la elevación de Jesús al Padre, concluye su obra con el texto que la Iglesia en la liturgia hoy nos ofrece para la reflexión (Mt 28,16-20).
Según San Mateo, en el mismo domingo de la resurrección, cuando Jesús se aparece en el camino a las mujeres que habían visitado el sepulcro, los discípulos también se encuentran con Él en la cima de un monte donde lo adoran con el titubeo de algunos; el resucitado acercándose a los once les encomienda la misión universal del discipulado; y en sus últimas palabras les revela la promesa de su permanente presencia.
La revelación de Jesús en el monte los discípulos la viven desde la experiencia humana de la fe, la cual necesariamente implica un proceso de madurez en la capacidad de ver el Misterio, en la que está de por medio el titubeo y la incertidumbre que nos hacen vivir en una constante actitud de búsqueda, para reafirmar las más grandes certezas existenciales.
La misión que Jesús encomienda a los once tiene como objetivo fundamental el discipulado de todas las gentes; con el bautismo trinitario se realiza la consagración del candidato al proyecto de Jesús y con la enseñanza de la Palabra el bautizado va comprendiendo la belleza del Reino y la vida va adquiriendo pleno sentido desde su realización. El sacramento de la gracia y la enseñanza de la Palabra son los medios que Jesús establece para realizar la misión que tiene como fin el discipulado de los hombres y mujeres de todas las naciones y de todos los tiempos.
La Iglesia vive esta misión con una certeza fundamental: Jesús resucitado, día con día está con nosotros; de tal forma que es Él mismo quien trabaja en el corazón de los destinatario y despierta el deseo del discipulado al servicio del Reino.
Señor Jesús, que al contemplar tu Misterio en el hecho de la ascensión, se despierte en nuestro corazón la certeza de tu continua presencia, para que con un mayor entusiasmo vivamos la misión y cada vez más hombres y mujeres se constituyan en discípulos al servicio de tu Reino.   

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