domingo, 26 de junio de 2011

Al encuentro con la Palabra


Domingo XIII Ordinario: Mt 10,37-42.               
Exigencias y recompensan en el seguimiento de Jesús.
La obra de Mateo se ha identificado en la teología bíblica como el evangelio del discipulado, pues busca madurar en los discípulos de Jesús su opción por el Reino y la firmeza en seguirle con radicalidad. El texto que la liturgia nos ofrece este domingo es la parte conclusiva de un  hermoso discurso de Jesús en el que envía a los doce, les advierte sobre el riesgo de las persecuciones, les invita a ser valientes en el testimonio del evangelio y a ser radicales en la respuesta de seguirle (Mt 10,1-42).
Distinguimos dos partes en la enseñanza del texto. La primera revela la exigencia de Jesús para quien tiene inquietudes de seguirle; nada ni nadie deberá constituirse en obstáculo para que la respuesta sea generosa y valiente. Las siguientes expresiones de Jesús en el evangelio, “El que ama a su padre o a su madre más que a mí…; el que ama a si hijo o a su hija más que a mí…” no implican una disyuntiva en la que el cristiano tenga que optar por su familia o por Jesús, indican la exigencia de lo que en el Antiguo Testamento Israel reconocía como el primer mandamiento: “Escucha Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Señor. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Jesús pide que la vocación y la misión tenga como punto de referencia, “El lugar primero”, que Él ha de ocupar en el corazón de los discípulos; y así desde Él vivir con mayor  madurez la relación con las diversas personas que amamos, como pueden ser los padres, los hijos, la pareja, etc.  El seguimiento implica también la experiencia de la cruz, pues los discípulos no están exentos de encontrarse con el rechazo y las persecuciones que enfrentó Jesús, y es precisamente en esas circunstancias donde con mayor claridad se podrá ver el testimonio maduro de la fe.
La segunda parte del texto habla de las diversas satisfacciones que el discípulo podrá recibir, según el ministerio que en la comunidad le corresponda ejercer; sabiendo que la mayor recompensa del apóstol está en saberse portador de la persona de Jesús, por lo que su mayor alegría estará en que a través de él Jesús sea recibido y en Jesús el rostro amoroso del Padre sea reconocido. Al ejercer el ministerio profético, la recompensa del profeta está en el gozo de ver que su mensaje es acogido; al vivir la justicia del evangelio, la recompensa está en ver que su testimonio humilde es levadura que fermenta la masa; al anunciar el evangelio con los que tienen sed de la Palabra, la recompensa está en experimentarse saciado del agua viva que es Jesús.
Señor Jesús, despierta en nosotros el deseo de seguirte y fortalece nuestra voluntad para que seamos capaces de servirte con  generosidad, inspirados en el amor a ti sobre todas las cosas y en el amos a nuestros prójimos, los destinatarios de la misión.

Pequeñas Comunidades

Como parte de la dinámica pastoral de nuestra Parroquia, la tres colonias se han conformado en pequeñas comunidades de vecinos que se reúnen cada semana en diferentes sectores, para compartir la Palabra de Dios a través de la Lectio Divina (Lectura Orante).  Esta experiencia de Dios, ha incrementado nuestro sentido eclesial y de comunidad, fortaliciendo la unidad entre los fieles; nos ha hecho concientes de nuestro deber que como bautizados adquirimos al momento de recibir el sacramento: Anunicar la Buena Noticia del Reino por toda la tierra.  De esta manera nuestra comunidad parroquial pretende contribuir en la reconstrucción del tejido social, principalmente en estos momentos en los que nos sentimos rebasados por la violencia y la inseguridad

Les invitamos a unirse con nosotros y por esto le presentamos las diferentes comunidades que ya están caminando, así como su ubicación y horarios de reunión para que puedas contactarlas. Puedes llamar a los teléfonos de la parroquia o bien puedes acceder al siguiente link

Fotos Comunidades de la Parroquia

lunes, 20 de junio de 2011

Al encuentro con la Palabra

Domingo XII Ordinario: La Santísima Trinidad (Jn 3,16-18).
Jesús, enviado por el Padre, para salvar al mundo.


El texto de tres versículos que la liturgia de la Iglesia nos ofrece para este domingo se siente incompleto (Jn 3,16-18), no tanto por el hecho de ser corto, sino porque al leer el contexto descubrimos que es parte integral de la enseñanza que Jesús dirige a Nicodemo, el hombre que lo buscaba de noche (Jn 3, 1-21).
Nicodemo pertenecía al sector más radical y conservador de la religión de Israel, con el cual Jesús tiene mayores dificultades en su ministerio público; y este hombre siendo socialmente importante, por ser magistrado, busca a Jesús por la noche, seguramente sintiéndose inquieto y necesitado de salvación, pero aún sin atreverse a confesarlo a plena luz, tal vez cuidándose de los comentarios que se pudieran suscitar en los círculos sociales a los que pertenecía, o por defender los intereses personales que le generaba el hecho de participar del poder político de su tiempo.
Jesús revela a Nicodemo el don de nacer de nuevo a través del agua y del Espíritu (3,3-8), y se revela a sí mismo como el Hijo del hombre, exaltado, como la serpiente del desierto (Nm 21,4-9), para dar la vida eterna a todo el que crea en Él confesando su nombre (3,9-21).
Este es el contexto del que forma parte el texto que la liturgia nos ofrece para contemplar el Misterio de Dios al celebrar la solemnidad de la Santísima Trinidad. La búsqueda de Nicodemo, marcada por la noche se ve iluminada por la revelación que Jesús hace acerca del Padre, el cual porque ama profundamente al mudo, ha enviado a su Hijo único, no para juzgar ni para condenar a la humanidad, sino para darle la salvación. La respuesta que Dios espera al enviar y donar a su Hijo, es la experiencia de la fe impulsada por el espíritu y recibida en el sacramento del agua, con la cual los seres humanos nos reconocemos en la necesidad de ser salvados por Él; pero Dios también respeta la libertad de los seres humanos, que nos lleva muchas veces a marginarnos del proyecto de la salvación divina.
El desenlace del texto expresamente no nos dice que pasó con Nicodemo; pareciera que el autor del Evangelio de Juan pretende decirnos que cada lector es Nicodemo, invitado a darle conclusión al texto con su respuesta a la revelación que Jesús hace del misterio de Dios que ama y que salva, no juzga ni condena. Al celebrar el misterio trinitario el texto cuestiona la imagen que en nuestra mente y en nuestra piedad tenemos de Dios; ¿realmente creemos en el Dios que nos ha revelado Jesús, Padre misericordioso?; ¿o venimos arrastrando adulteradas imágenes de Dios, marcadas por el castigo y la condenación?
Jesús, Hijo del hombre, que eres exaltado para mostrarnos la salvación, concédenos nacer de nuevo, siendo regenerados con el don del Espíritu, para que experimentándonos profundamente amados por el Padre, nuestra fe sea firme y generosa.

sábado, 11 de junio de 2011

Al encuentro con la Palabra


Domingo de Pentecostés  (Jn 20,19-23).
El soplo del Espíritu, poder para absolver al mundo de los pecados.
Llegamos al final de la pascua con la fiesta de la efusión del Espíritu, a través del cual Jesús resucitado conduce a la Iglesia y habita en el corazón de los creyentes. Sobre los datos bíblicos de este acontecimiento, en cuanto al tiempo en que sucede, tenemos dos versiones; el libro de hechos retarda la efusión del Espíritu hasta cincuenta días después de la resurrección (Hech 2,1-13), cristianizando así la fiesta agrícola de pentecostés que ya celebraban los judíos (Dt 16,9ss; Lv 23,15-22); mientras que Juan hace énfasis en poner la efusión del Espíritu el mismo domingo de la resurrección: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban…dicho esto, sopló y les dijo: reciban al Espíritu Santo” . En esta diversidad de datos sobre cuando se manifestó el Espíritu en la vida de los discípulos, están implicadas motivaciones catequéticas, más que históricas; teológicamente entendemos que el don del Espíritu es la manera de estar Jesús en el mundo a partir del hecho de la resurrección: la muerte en la cruz concluye la etapa de su estancia física y tangible entre nosotros, y la resurrección inaugura esta nueva manera de estar, no tangible, pero real y efectiva.
El texto de la liturgia para este domingo nos ofrece tres aspectos que son significativos para la vida cristiana: la manifestación de Jesús a los discípulos, el envío a la misión y la facultad de absolver los pecados.
Jesús resucitado se revela a sus discípulos desde esta nueva manera de estar, no física penetrando los lugares cerrados, pero real mostrándoles las llagas de la cruz. El doble saludo con que  se presenta Jesús, “la paz con ustedes”, es motivo de alegría para los discípulos que permanecían encerrados por miedo de correr la misma suerte del maestro.
La misión de los discípulos en el mundo es continuidad de la misión que fielmente ha realizado Jesús. El Padre ha enviado a su Hijo para que ofrendando su vida el mundo en Él tenga vida en abundancia; así los discípulos sabiéndose enviados por Jesús, habrán de constituirse en ofrenda de vida para el mundo, buscando ahuyentar y erradicar la muerte.
La facultad dada a los discípulos de absolver los pecados del mundo, es consecuencia de la misión encomendada: “dar vida en abundancia”. Con el paso del tiempo la liturgia de la Iglesia reserva la facultad sacramental de absolver los pecados solo a los ministros ordenados, pero en la revelación de la Escritura aparece como una experiencia que Jesús resucitado encomienda a toda la Iglesia; los discípulos de Jesús absuelven al mundo de las ataduras de la muerte y le dan vida con el perdón efectivo inspirado en el amor oblativo de la cruz; por lo contrario, mientras en el ser humano se sobrepongan el egoísmo y el rencor, el mundo permanecerá en el pecado con  ataduras de muerte.
Señor Jesús sopla sobre nosotros el aliento de tu Santo Espíritu que da vida, para que escuchando el saludo de la paz nos llenemos de alegría y demos continuidad a tu misión redentora, absolviendo al mundo de los pecados que le esclavizan en situaciones de muerte.        


  

domingo, 5 de junio de 2011

Al encuentro con la Palabra


VII Domingo de Pascua, la Ascensión del Señor  (Mt 28,16-20).
Ausencia física de Jesús y presencia misteriosa en su Espíritu.
Estamos a una semana de concluir la pascua con la fiesta de Pentecostés; en este domingo la liturgia de la Iglesia celebra la ascensión del Señor, siendo invitados los creyentes a contemplar a Jesús resucitado, cabeza de la Iglesia, quien habiendo realizado el misterio de la redención, elevándose al cielo vuelve al Padre, con la certeza de que quienes formamos parte de su cuerpo, vamos siendo llevados por Él a donde es nuestro trascendental destino.
El evangelio de Marcos concluye su obra haciendo mención del hecho de la ascensión (Mc 16,19); el libro de Hechos al inicio ubica este mismo acontecimiento, el cual sucede previamente al acontecimiento de Pentecostés (Hech 1,6-26); Juan al narrar el encuentro de Jesús con María Magdalena en el sepulcro, hace mención de la necesidad de subir al Padre (Jn 20,11-18). Mateo no describe expresamente la elevación de Jesús al Padre, concluye su obra con el texto que la Iglesia en la liturgia hoy nos ofrece para la reflexión (Mt 28,16-20).
Según San Mateo, en el mismo domingo de la resurrección, cuando Jesús se aparece en el camino a las mujeres que habían visitado el sepulcro, los discípulos también se encuentran con Él en la cima de un monte donde lo adoran con el titubeo de algunos; el resucitado acercándose a los once les encomienda la misión universal del discipulado; y en sus últimas palabras les revela la promesa de su permanente presencia.
La revelación de Jesús en el monte los discípulos la viven desde la experiencia humana de la fe, la cual necesariamente implica un proceso de madurez en la capacidad de ver el Misterio, en la que está de por medio el titubeo y la incertidumbre que nos hacen vivir en una constante actitud de búsqueda, para reafirmar las más grandes certezas existenciales.
La misión que Jesús encomienda a los once tiene como objetivo fundamental el discipulado de todas las gentes; con el bautismo trinitario se realiza la consagración del candidato al proyecto de Jesús y con la enseñanza de la Palabra el bautizado va comprendiendo la belleza del Reino y la vida va adquiriendo pleno sentido desde su realización. El sacramento de la gracia y la enseñanza de la Palabra son los medios que Jesús establece para realizar la misión que tiene como fin el discipulado de los hombres y mujeres de todas las naciones y de todos los tiempos.
La Iglesia vive esta misión con una certeza fundamental: Jesús resucitado, día con día está con nosotros; de tal forma que es Él mismo quien trabaja en el corazón de los destinatario y despierta el deseo del discipulado al servicio del Reino.
Señor Jesús, que al contemplar tu Misterio en el hecho de la ascensión, se despierte en nuestro corazón la certeza de tu continua presencia, para que con un mayor entusiasmo vivamos la misión y cada vez más hombres y mujeres se constituyan en discípulos al servicio de tu Reino.   

Al encuentro con la Palabra


VI Domingo de Pascua (Jn 14,15-21).
Jesús resucitado, presencia misteriosa en el Espíritu, don del Padre.
En continuidad con el domingo pasado, la liturgia de la Iglesia toma en este domingo un texto que forma parte del gran discurso de despedida que el evangelio de Juan pone en labios de Jesús (Jn 13-17), estando en el Cenáculo, a unas horas de ser arrestado y de morir en la cruz. Las expresiones de despedida de Jesús nos disponen a celebrar el próximo domingo la fiesta de la ascensión, y las referencias al Espíritu nos anuncian la fiesta de pentecostés, que en quince días estaremos celebrando.
El texto inicia (v. 15) y concluye (v.21) hablando de la estrecha unidad entre el amor a Jesús y la fidelidad a sus enseñanzas; el amor no se puede reducir a un sentimiento aislado de la totalidad de la persona, necesariamente implica el ser del discípulo y conduce su hacer, inspirándole en sus más grandes convicciones de vida.
La fidelidad en  el amor no depende solo de la voluntad y de las fuerzas humanas, no es suficiente con que la persona se proponga y se esfuerce en vivirlo, es fruto del Espíritu, el cual en el evangelio de Juan es llamado como “el otro paráclito” (consolador, el que conforta, el que sostiene, etc.). La ausencia física de Jesús, no significa orfandad para los discípulos en el caminar de su fe, pues ante la inminencia de su muerte en la cruz les anuncia una permanente y efectiva presencia a través de su santo Espíritu; una nueva y misteriosa manera de estar, pues el mundo no lo recibirá porque no le ve ni lo conoce (mundo en Juan significa “mal”, quienes viven en el mal), pero en sus discípulos habitará, pues ellos si lo ven y lo conocen, desde la experiencia de la fe.
La vida en el Espíritu es lo que da fidelidad y fecundidad al discípulo en el amor; pues ya no es él en sus impulsos e intentos meramente humanos, es Cristo quien vive en él, y a través de Cristo el creyente se experimenta profundamente amado por el Padre, y se abre a recibir de Él constantemente a ese Espíritu que le consuela, le conforta, le fortalece y le hace sentir que no camina solo, pues la comunión trinitaria habita en Él.
Para los cristianos de hoy confesar a Jesús resucitado, consiste crecer en la certeza existencial de que Jesús está vivo, e implica dejar que habite en el interior de nuestras personas y  que se constituya en núcleo integrador e inspirador de nuestro ser y hacer.
Señor Jesús que no nos abandonas a la orfandad, intercede ante el Padre para que expire y derrame sobre nosotros el don de su Espíritu, que es aliento que da vida, para que veamos que estás con nosotros y sintamos que vives en nosotros; y así experimentándonos profundamente amados por el Padre en Ti a través del Espíritu, te amemos siendo fieles a lo que nos mandas en el Evangelio, proyecto de tu Reino.