Epifanía del
Señor (Mt. 2, 1-12)
“Entraron
en la casa, vieron al niño con su Madre y lo adoraron postrados en tierna”.
Seguimos
profundizando y celebrando el misterio de la Navidad, el misterio del Dios
“hecho carne”. Hoy celebramos la fiesta de la Epifanía del Señor, la fiesta de
los Reyes Magos, como más comúnmente se le conoce en nuestro pueblo. Epifanía
quiere decir “manifestación” y la Palabra de Dios en esta solemnidad está
centrada toda sobre Jesús Mesías, Rey y Salvador de las Naciones. No ha venido
solo para Israel, sino también para los paganos representados por los Magos, es
decir, para toda la familia humana. La venida de los Magos es el inicio de la
unidad de las naciones, que se realizará plenamente en la fe en Jesús, cuando
todos los hombres se reconozcan hijos de un mismo Padre y hermanos entre ellos.
Hoy el cristiano es invitado a dilatar los espacios: de su cabeza, de su
mentalidad y de su corazón.
El
relato está lleno de símbolos y de enseñanzas contrastantes. Podríamos hacer
una relectura como el “camino de fe” que tenemos que hacer para llegar al
encuentro con el Señor.
Hacer
el camino de fe implica “salir” y “ponerse en camino”. Esto significa salir de
uno mismo, dejar las propias seguridades y las propias certezas e iniciar la
búsqueda. En esta búsqueda siempre habrá signos, señales que nos vayan guiando,
o la luz de una fe inicial (el simbolismo de la estrella). En este camino habrá
momentos de oscuridad y de luz; hay que investigar y preguntar.
En
el relato hay un elemento tremendamente contrastante. Jerusalén, que representa
al pueblo creyente está adormecida, y necesita ser despertada por los
buscadores, por los adoradores de Dios venidos de lejos. Encuentran a una
ciudad que se inquieta, pero no se mueve; encuentran a un rey, ávido de poder
que se siente alarmado y temeroso y dispuesto a todo para no perderlo. Encuentran
sumos sacerdotes, escribas, que se contentan con libros, documentos,
declaraciones solemnes, pero no captan lo “nuevo” que da la razón a estos
textos, y no captan que no es cuestión de “saber”, sin de “ir a ver”. Los
escribas se manifiestan incapaces de moverse, esclerotizados como están en su
“saber”, no llegan a entender que “saber cuestiones religiosas” no significa
que están en el camino de la fe. Los escribas repiten una lección, pero se
muestran insensibles a la palabra viva.
¡Que
contraste con el comportamiento de los magos! Estos, no dudan en ponerse en
camino para buscar, aprender, descubrir, y es suficiente un pequeño signo, una
señal luminosa en el cielo, para provocar un estremecimiento dentro, para
ponerlos en camino. Hombres de deseo, no depositarios de certezas. Preocupados
por llenar el corazón, más que por almacenar nociones en el cerebro. Son los
verdaderos buscadores y adoradores del Dios de la vida.
El
Papa Benedicto XVI comentando este texto de Mateo en su libro sobre “La
infancia de Jesús”, hace esta reflexión: “Queda la idea decisiva: los sabios de
Oriente son un inicio, representan a la humanidad cuando emprende el camino
hacia Cristo, inaugurando una procesión que recorre toda la historia. No
representa únicamente a la persona que han encontrado ya la vía que conduce
hasta Cristo. Representan el anhelo interior del espíritu humano, la marcha de
las religiones y de la razón humana al encuentro de Cristo”. El final del
relato pone de manifiesto el objetivo de todo camino de fe: el encuentro con
Cristo. “Entraron en la casa, vieron al niño con su Madre y lo adoraron
postrados en tierna. Abrieron sus cofres y le ofrecieron como regalo oro,
incienso y mirra”. La tradición cristiana ha interpretado estos regalos como un
símbolo: el oro representa la realeza de Cristo, el incienso su divinidad y la
mirra su humanidad. El camino de búsqueda emprendido por los Magos interroga
hoy nuestras certezas o nuestras dudas de fe y nos pide una respuesta que nos
ponga también a nosotros en camino por el sendero de un deseo de Dios, nuevo y
más profundo. Tal vez nos hemos quedado en el mero conocimiento de las verdades
religiosas, creyendo que ese es el camino de la fe. Que no nos pase que nos
acomodemos en lo que sabemos de Cristo sin dar un paso más para encontrarle de
verdad, para adorarle y convertirle en el centro de nuestra existencia y en la
meta hacia la cual debemos tender siempre con nuevo impulso.
Cuando
lo hayamos buscado y encontrado así, experimentaremos la “inmensa alegría” que
supone vivir a la luz de su presencia.
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