martes, 22 de enero de 2013

Al encuentro con la Palabra


II Domingo Ordinario (Jn 2, 1-11)
“Nadie echa vino nuevo en odres viejos…”

El evangelio de Juan entra en su capítulo segundo, en el llamado “libro de los signos”  donde narra los siete signos o señales que el evangelista selecciona entre otros muchos que hizo Jesús.

Hay un énfasis diferente en la manera de proponer los milagros en Juan que en los sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas). En el evangelio de Juan nunca sale en el texto original la palabra “milagro”, sino que siempre habla de “signos – señales”, evitando la idea de fenómeno espectacular y destacando la función de “signo” que es necesario descubrir, comprender, asumir.

El gesto realizado por Jesús en Caná es una manifestación de Jesús. El episodio tiene una gran importancia en Juan, porque es el primero y el modelo de todos los “signos”, el que encierra el sentido de los distintos gestos de Jesús. El doble significado del “signo” está indicado al final del relato: revela la gloria de Cristo y conduce a la fe. Para comprender el mensaje de este evangelio. Analicemos algunos elementos del texto.

El marco de la boda, desde Oseas, los profetas han descrito la relación entre Dios y su pueblo como una relación matrimonial. Esto pone de manifiesto a Jesús como el esposo mesiánico, que celebra las bodas con la humanidad.

Las tinajas de piedra de unos cien litros cada una, que servían para las purificaciones de los judíos, son llenadas de agua que se convierte en vino de óptima calidad y en una abundancia desbordante, son símbolo de los tiempos y bienes mesiánicos, y de la Nueva Alianza que Jesús está inaugurando. La Antigua Alianza cede su lugar a la Nueva Alianza.

El apelativo “mujer” aplicado a María, que apunta a la presentación de María como la nueva Eva.

Estas bodas mesiánicas, por otra parte, tienden absolutamente hacia la “hora” de la cruz y la resurrección. Desde esta perspectiva es como se comprende la naturaleza de la “Gloria” que se  manifiesta en Caná.

El texto del evangelio de hoy nos habla de la extraordinaria novedad que nos ha traído Jesús con su presencia y acción mesiánica. En el “singo” de Caná, Jesús se nos manifiesta como el esposo que viene a desposarse con la humanidad y dar cumplimiento a la promesa de salvación inaugurando así la Nueva Alianza y la nueva ley; el Reino ha llegado simbolizado en la abundancia del vino nuevo y de óptima calidad. En el “signo” de Caná nos entrega el mejor vino e inaugura, de manera simbólica, los tiempos nuevos queridos por Dios y anunciados por los profetas.

La gran novedad que ha traído Jesús al mundo, tal como lo atestiguan los evangelios, es la entrega de su Espíritu, del que cada uno tiene una manifestación en la comunidad para el servicio del bien común como nos recuerda Pablo en la segunda lectura de este domingo. El espíritu de Jesús es la fuente viva del amor filial a Dios y del amor fraterno a los otros. Este amor es la antítesis del egoísmo que nos encierra en nosotros mismos y nos lleva a considerarnos el centro de todo. Sin el Espíritu que nos comunica Jesús somos incapaces de salir de nosotros mismos y de abrirnos a Dios y a los otros. En consecuencia somos mejores en el sentido evangélico del término y permanecemos anclados en el pecado y en la muerte.

Hay dos cosas que nos plantea la novedad de Jesús en el “signo de Caná

Primera.- ¿Es Jesús verdaderamente algo nuevo para mi vida? ¿Descubro en Él un horizonte nuevo para mi existencia, una nueva manera de ser y de vivir? El encuentro con Cristo nos hace nuevos en el corazón, en centro más profundo de nuestro ser, cumpliendo así las antiguas profecías.

Segundo.- muy relacionado con lo anterior; Jesús decía a los fariseos que el vino nuevo debe ponerse en odres nuevos, porque solo estos pueden contenerlo. Debemos preguntarnos hasta que punto somos nosotros, efectivamente, “odres nuevos”, capaces de ofrecer espacio al “vino nuevo” del Espíritu que Él nos ofrece. El “vino nuevo” del Reino requiere de hombres nuevos.

lunes, 14 de enero de 2013

Al encuentro con la Palabra


El Bautismo del Señor (Lc. 3, 15-16, 21-22)
“Tú eres mi hijo, el predilecto; en ti me complazco”

Con el domingo del Bautismo del Señor, se cierra el ciclo de Navidad en el calendario litúrgico y se inicia el tiempo ordinario- en realidad toda la Navidad es una gran Epifanía, es decir, la gran manifestación del amor de Dios y su proyecto de salvación, en Jesús el Dios hecho niño, el Verbo hecho uno como nosotros. La fiesta del Bautismo del Señor sigue la misma lógica de la Epifanía.

Hay dos aspectos que adquieren relieve en el relato de Lucas, a propósito del Bautismo de Jesús: la presencia del pueblo y Jesús en oración.

El primer elemento no tiene una función meramente decorativa, sino que se inserta en el contexto de la encarnación. Jesús, antes de sumergirse en el agua, se sumerge en el pueblo. El evangelista quiere subrayar como Jesús se mezcla con la multitud, desaparece en ella, se confunde con ella, se identifica con la condición humana, comparte y asume la exigencia de purificación y salvación.

El segundo aspecto quiere subrayar que después de esa “inmersión” en el pueblo, y seguidamente en el agua, Jesús se sumerge en la oración. Como para abrir una brecha en dirección al cielo y hacer posible la intervención y la acción del Espíritu.

Pero Lucas no subraya sólo el aspecto “comunitario” del Bautismo de Cristo, que se confunde con los demás para recibir el bautismo; aquí como en otras partes de su evangelio, se presenta a Jesús que ora. Una manera peculiar de Lucas para poner de relieve la comunión de Jesús con el Padre en relación a su misión, y al Espíritu que anima esta misión. No puede haber misión sin Espíritu y no puede darse intervención del Espíritu sin oración, y junto con esta manifestación del Espíritu, se oye una voz que viene del cielo que decía: “Tú eres mi hijo, el predilecto; en ti me complazco”

El Bautismo de Jesús es, pues, un momento extraordinario de la revelación de su identidad profunda cono “el Hijo amado del Padre”, y de la manifestación del Espíritu de Dios en la persona de Jesús, “ungido” para la misión.

La tarea de Jesús en el mundo, es por lo tanto doble: Él es el Mesías (el “Ungido”), enviado por el Padre y por esto recibe la fuerza del Espíritu, para realizar su misión de Salvador de los hombres, sacándola del misterio mismo de Dios, de quien proviene. Pero al mismo tiempo Él es también el Hijo predilecto del Padre , el rostro sensible de Dios, el revelador de la Palabra escuchada del Padre y transmitida a los hombres.

Resumiendo de alguna manera el texto de este domingo podríamos decir que Jesús al someterse al bautismo de Juan, se muestra solidario con los hombres pecadores de todos los tiempos, se inserta humildemente en el atormentado camino de toda la humanidad, abraza nuestra condición de gente pobre y vulnerable; con la palabra y con el testimonio de su vida es, realmente, un hombre como nosotros, amigo fiel. Pero también se nos revela como el “Hijo amado del Padre” en quien nosotros tenemos la posibilidad de ser y sentirnos hijos amados del mismo Padre; y el Espíritu Santo que estaba ya en Jesús precisamente porque había sido concebido por el Espíritu Santo, ahora lo recibe desde la perspectiva de su misión; una misión que lo lleva a despojarse de sí mismo hasta la entrega suprema de su vida para realizar el proyecto de salvación del Padre y hacernos partícipes de su amor y vida.

La fiesta de hoy representa una ocasión privilegiada para redescubrir las dimensiones y las consecuencias de nuestro bautismo. Subrayo algunas:

-       En primer lugar, redescubrir y recuperar una experiencia fundamental, la de ser hijos en el Hijo. Con todo lo que comparta esta condición de alegría, fuerza y vida.
Consecuencia de esta realidad, revivir nuestra condición de hermanos con Jesús y los demás

miércoles, 9 de enero de 2013

Al encuentro con la Palabra


Epifanía del Señor (Mt. 2, 1-12)
“Entraron en la casa, vieron al niño con su Madre y lo adoraron postrados en tierna”.

Seguimos profundizando y celebrando el misterio de la Navidad, el misterio del Dios “hecho carne”. Hoy celebramos la fiesta de la Epifanía del Señor, la fiesta de los Reyes Magos, como más comúnmente se le conoce en nuestro pueblo. Epifanía quiere decir “manifestación” y la Palabra de Dios en esta solemnidad está centrada toda sobre Jesús Mesías, Rey y Salvador de las Naciones. No ha venido solo para Israel, sino también para los paganos representados por los Magos, es decir, para toda la familia humana. La venida de los Magos es el inicio de la unidad de las naciones, que se realizará plenamente en la fe en Jesús, cuando todos los hombres se reconozcan hijos de un mismo Padre y hermanos entre ellos. Hoy el cristiano es invitado a dilatar los espacios: de su cabeza, de su mentalidad y de su corazón.
El relato está lleno de símbolos y de enseñanzas contrastantes. Podríamos hacer una relectura como el “camino de fe” que tenemos que hacer para llegar al encuentro con el Señor.
Hacer el camino de fe implica “salir” y “ponerse en camino”. Esto significa salir de uno mismo, dejar las propias seguridades y las propias certezas e iniciar la búsqueda. En esta búsqueda siempre habrá signos, señales que nos vayan guiando, o la luz de una fe inicial (el simbolismo de la estrella). En este camino habrá momentos de oscuridad y de luz; hay que investigar y preguntar.
En el relato hay un elemento tremendamente contrastante. Jerusalén, que representa al pueblo creyente está adormecida, y necesita ser despertada por los buscadores, por los adoradores de Dios venidos de lejos. Encuentran a una ciudad que se inquieta, pero no se mueve; encuentran a un rey, ávido de poder que se siente alarmado y temeroso y dispuesto a todo para no perderlo. Encuentran sumos sacerdotes, escribas, que se contentan con libros, documentos, declaraciones solemnes, pero no captan lo “nuevo” que da la razón a estos textos, y no captan que no es cuestión de “saber”, sin de “ir a ver”. Los escribas se manifiestan incapaces de moverse, esclerotizados como están en su “saber”, no llegan a entender que “saber cuestiones religiosas” no significa que están en el camino de la fe. Los escribas repiten una lección, pero se muestran insensibles a la palabra viva.
¡Que contraste con el comportamiento de los magos! Estos, no dudan en ponerse en camino para buscar, aprender, descubrir, y es suficiente un pequeño signo, una señal luminosa en el cielo, para provocar un estremecimiento dentro, para ponerlos en camino. Hombres de deseo, no depositarios de certezas. Preocupados por llenar el corazón, más que por almacenar nociones en el cerebro. Son los verdaderos buscadores y adoradores del Dios de la vida.
El Papa Benedicto XVI comentando este texto de Mateo en su libro sobre “La infancia de Jesús”, hace esta reflexión: “Queda la idea decisiva: los sabios de Oriente son un inicio, representan a la humanidad cuando emprende el camino hacia Cristo, inaugurando una procesión que recorre toda la historia. No representa únicamente a la persona que han encontrado ya la vía que conduce hasta Cristo. Representan el anhelo interior del espíritu humano, la marcha de las religiones y de la razón humana al encuentro de Cristo”. El final del relato pone de manifiesto el objetivo de todo camino de fe: el encuentro con Cristo. “Entraron en la casa, vieron al niño con su Madre y lo adoraron postrados en tierna. Abrieron sus cofres y le ofrecieron como regalo oro, incienso y mirra”. La tradición cristiana ha interpretado estos regalos como un símbolo: el oro representa la realeza de Cristo, el incienso su divinidad y la mirra su humanidad. El camino de búsqueda emprendido por los Magos interroga hoy nuestras certezas o nuestras dudas de fe y nos pide una respuesta que nos ponga también a nosotros en camino por el sendero de un deseo de Dios, nuevo y más profundo. Tal vez nos hemos quedado en el mero conocimiento de las verdades religiosas, creyendo que ese es el camino de la fe. Que no nos pase que nos acomodemos en lo que sabemos de Cristo sin dar un paso más para encontrarle de verdad, para adorarle y convertirle en el centro de nuestra existencia y en la meta hacia la cual debemos tender siempre con nuevo impulso.
Cuando lo hayamos buscado y encontrado así, experimentaremos la “inmensa alegría” que supone vivir a la luz de su presencia.