XXXI
Domingo Ordinario (Mc 12, 28-34)
“No estás lejos del Reino de Dios”
La
retirada sumisa y silenciosa de los burlescos saduceos suscita la aparición del
único interlocutor sincero: un maestro de la Ley, empeñado en la búsqueda
auténtica de la verdad. El escriba es un
especialista de la Ley, dentro del partido de los fariseos. Contrarios a
los saduceos a los que, Jesús ha dejado en evidencia unos versículos antes de
este evangelio de hoy (vv. 18-27). El escriba que se acerca a Jesús no viene a
tenderle una trampa. Tampoco a discutir con él. Parece que pregunta con buena
intención: “¿Qué mandamiento es el
primero de todos?” (v. 28). Su
pregunta nace de una exigencia particularmente sentida en el judaísmo de
entonces. Era la cuestión fundamental para cualquier judío piadoso y entre
las diferentes escuelas o corrientes teológicas. Un número exagerado de
imposiciones y prohibiciones, no pocas veces insignificantes, impedía ver con
claridad lo realmente importante. La opinión más extendida era que lo principal
para un judío era el cumplimiento exacto del sábado. Hasta Yahveh estaba
sometido al sábado. “El séptimo descansó” Pero había otras opiniones.
Jesús
entiende muy bien lo que siente aquel hombre. Cuando en la religión se van acumulando normas y preceptos, costumbres
y ritos, es fácil vivir dispersos, sin saber exactamente qué es lo fundamental
para orientar la vida de manera sana. De ahí que Jesús no le cita los
mandamientos de Moisés. Sencillamente, le recuerda la oración que esa misma
mañana han pronunciado los dos al salir el sol, siguiendo la costumbre judía: “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el
único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (v. 29).
Jesús le coloca ante un Dios cuya voz hemos
de escuchar. Lo importante no es conocer preceptos y cumplirlos. Lo decisivo es detenernos a escuchar a ese
Dios que nos habla sin pronunciar palabras humanas. Cuando escuchamos al
verdadero Dios, se despierta en nosotros una atracción hacia el amor. No
necesitamos que nadie nos lo diga desde fuera. ¡Sabemos que lo importante es amar! No se trata un sentimiento ni
una emoción. Amar al que es la fuente y
el origen de la vida es vivir amando la vida, la creación, las cosas y, sobre
todo, a las personas. Jesús habla de amar “con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser” (v. 30). De
manera generosa y confiada.
En
este diálogo, Jesús añade algo que el escriba no ha preguntado. Este amor a
Dios es inseparable del amor al prójimo.
Sólo se puede amar a Dios amando al hermano. De lo contrario, el amor a Dios es
mentira. ¿Cómo vamos a amar al Padre sin amar a sus hijos e hijas?
Es
muy frecuente confundir el amor a Dios con las prácticas religiosas y el
fervor, ignorando el amor práctico y solidario para con quienes vivimos y
convivimos. Pero, ¿qué hay de verdad en nuestro amor a Dios si vivimos de
espaldas a nuestro prójimo? Quien sigue a Jesús no puede “quedarse” en Dios. La
prueba de que está de parte de Dios siempre será su amor al prójimo. Quien busca el bien del hombre, no está
lejos del Reino.
Padre
nuestro, Tú estás siempre con nosotros que somos tus hijos. Jamás dudamos de tu
amor por nosotros, más bien, dudamos en la certeza de amar a los demás como
cada uno necesita. Sabemos que en los
demás te encuentras, y en ellos podemos amarte. Cuando te encontramos,
reencontramos la paz contigo, la alegría con nosotros mismos, la amistad con
los demás. Como seguidores de tu Hijo,
no es el pecado nuestra pobreza, sino la falta de amor. Perdón te pedimos
por nuestra pobreza para amar.
Nos has hecho para amar, no quieres que
amemos poco. Quieres que amemos mucho. Que
amemos “con todo el corazón, con toda el
alma, con todo el ser”. Es el amor, la señal de que Tú estás nosotros. Gracias, porque cuando amamos, descubrimos
algo: ¡Tú estás siempre con nosotros! Fortalece nuestra amistad contigo,
para que en Ti, y desde Ti, la riqueza del amor podamos con otros podamos
compartir.
Jesús, amor encarnado del Padre y pedagogo
nuestro en el arte de amar, que no sea la “idea” de tu amor la que
enriquezca nuestro conocimiento y empobrezca nuestra experiencia de amar. Que sea más bien, la experiencia del amor,
la que nos haga gustar de la cercanía de tu Reinar en nuestro vivir.
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