domingo, 15 de septiembre de 2013

Al encuentro con la Palabra


XXIV Domingo Ordinario (Lc 15, 1-32)
“Éste recibe a los pecadores y come con ellos”

Camino a Jerusalén el evangelista Lucas pone estas tres parábolas llamadas de la Misericordia. El contexto más inmediato está descrito en los versículos con que se inicia el capítulo 15: “Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlos, por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús presenta tres bellísimas parábolas sobre la misericordia de Dios. Como es claro, los que murmuran contra Jesús no conocen el amor de Dios, no tienen idea de la superabundarcia de su amor que frente a nuestra miseria se transforma en misericordia.

En las tres parábolas que van a “in crescendo” se manifiestan elementos comunes que quiero subrayar primero para después ir a la tercera parábola que es la expresión más bella del amor misericordioso del Padre.

En las tres se describe a Dios que sale a buscar “al que estaba perdido hasta que lo encuentra” así sucede en la parábola de la oveja perdida y de moneda extraviada. En la tercera parábola, Dios es el Padre que va al encuentro del hijo que regresa.

En las tres se enfatiza también el gozo y la alegría de encontrar lo que estaba perdido: la oveja perdida que se ha encontrado; la moneda de plata que se ha encontrado y el hijo menor que se ha recuperado “sano y salvo” y por l mismo, se organiza una gran fiesta. Esto revela la realidad de un Dios que sale siempre al encuentro del hombre, realidad que llega a un máximo en el dinamismo del misterio de la encarnación: el amor de Dios que sale de sí mismo para ir al encuentro del hombre, haciéndose uno como nosotros, y salvar lo que estaba perdido y reunir a los hombres dispersos por el pecado.

Pero vayamos a la tercera parábola. La historia del hijo que abandona la casa paterna y despilfarra su patrimonio para acabar en la abyección es la historia del pecado.

El hijo menor que no ha sabido valorar su estancia en la casa del Padre, pide la parte de la herencia que le corresponde y se va a un país lejano donde malgastar todo su patrimonio hasta quedar en la miseria.

Sobreviene una gran hambre en aquella región y empezó a pasar necesidad. Entonces se puso a trabajar con un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Realidad que tiene un simbolismo: ha tocado fondo, más bajo no se puede llegar. Él había salido de la casa paterna buscando nuevos caminos de felicidad y de vida, y lo único que ha encontrado es infelicidad y miseria.

Esta experiencia de infelicidad lo impulsa a la conversión haciendo que el muchacho entre en sí mismo y eche de menos la realidad de la gozaba en la casa de su padre y hace que se dispare la decisión: “Me levantaré, volveré a la casa de mi padre y le diré…” “En seguida se puso en camino hacia la casa de su padre”. El encuentro es conmovedor: movido por la compasión el padre ni siquiera quiere oír la dolorosa confesión del muchacho, sino que lo abraza y lo cubre de besos y le reintegra plenamente en su condición de hijo (simbolizado en el vestido, el anillo y las sandalias) y a continuación invita a todos a celebrar una fiesta “porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado” y aquí aparece un nuevo personaje, el hijo mayor, cuya reacción nos hace comprender de inmediato que es la contrafigura de los fariseos y de los maestros de la ley, críticos respecto a Jesús. El padre también sale al encuentro de este hijo que encorajinado no quiere entrar a la fiesta. El hijo le reclama que él siempre ha estado en casa con él, que nunca le ha desobedecido. Pero en realidad ¿es cierto eso? Porque aunque físicamente siempre ha estado con su padre, hace años que también él salió de la casa, no físicamente pero sí moral y espiritualmente. Él nunca ha entendido el amor de su padre, y por lo mismo, jamás ha entrado en comunión con ese amor. Realidad de la que no es consciente y por lo mismo, no reconoce. Estas tres parábolas reflejan una realidad de Dios que nosotros jamás hubiéramos imaginado. Durante siglos se han elaborado discursos profundos sobre Dios, pero, ¿no es todavía hoy esta parábola de Jesús la mejor expresión de su misterio?

En la persona de Jesús y en su actitud con los alejados se refleja el amor misericordioso del Padre a todos sus hijos. La lección que el Señor da a sus adversarios es válida también para los discípulos, tanto si corren el riesgo de repetir la historia del “hijo pródigo” como si deben reconocerse  en la actitud del hermano mayor.


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