II Domingo de Cuaresma (Mt 17,1-9).
Del Jesús desfigurado, al Jesús transfigurado.
El domingo pasado la liturgia de la Iglesia nos presentaba en el texto del evangelio a Jesús tentado, contemplándolo en una de las imágenes bíblicas más expresivas de su naturaleza humana; este domingo somos invitados a contemplarlo transfigurado, expresión de su divinidad, al mostrar el poder que tiene para vencer la muerte.
El relato de la transfiguración es continuidad inmediata de la invitación que Jesús hace a sus discípulos a seguirle, habiéndoles anunciado la firme decisión de ir a Jerusalén, donde habría de padecer hasta la muerte en manos los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; y les anuncia también que al tercer día habría de resucitar (Mt 16,21-28).
Al acercarse ya a la ciudad de Jerusalén, donde los discípulos lo habría de ver maltrecho y desfigurado, Jesús invita a Pedro, Santiago y Juan a subir al Monte Tabor, para revelarse como el pleno cumplimiento de las dos grandes tradiciones bíblicas del Antiguo Testamento: la ley (Moisés) y los profetas (Elías); por lo cual tiene el poder para vencer la muerte. En el hecho de la transfiguración el rostro de Jesús se vuelve brillante como el sol y sus vestidos blancos como la nieve, precisamente con los signos que se manifestará posteriormente en el hecho de la resurrección: su aspecto era como el relámpago, y su vestido, blanco como la nieve (Mt 28,2). Pedro, inducido por el temor, le expresa a Jesús la opción de hacer tres tiendas para quedarse en el monte en vez de Ir a Jerusalén, manifestando la tendencia humana de evitar, muchas veces por cobardía, hacer frente a las situaciones que cuestan y que implican dar la vida. La voz del Padre reafirma la filial identidad de Jesús, que Él mismo ya había revelado en el Jordán(Mt 3,17); en esta ocasión unida a la revelación: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco”, encontramos la llamada imperativa de dejarnos conducir por Él: “escúchenlo”. Cuando Moisés y Elías desaparecen de la escena al único que ven los discípulos es a Jesús, puesto que en Él se inaugura la nueva alianza; las tradiciones proféticas y legales del Antiguo Testamento para los cristianos por sí mismas no tienen valor, solo adquieren sentido cuando son leídas e interpretadas desde Cristo, a quien reconocemos culmen y plenitud de la revelación acerca del misterio de Dios y del proyecto de nuestra salvación. Al final del relato, al bajar del monte, Jesús pide silencio a los discípulos: “No cuenten a nadie la visión, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”; porque es la experiencia de la pascua, muerte y resurrección, la que da madurez y firmeza al testimonio de los cristianos.
Señor Jesús, queremos subir al monte Tabor para contemplarte transfigurado, hoy cuando la muerte nos acecha y te vemos desfigurado en las víctimas del crimen organizado, de la pobreza, de la injusticia, de las catástrofes naturales, etc.
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